Las recientes elecciones en Colombia nos demuestran cómo poco a poco la ciudadanía se va compenetrando de su imprescindible necesidad de participar y de involucrarse en los procesos electorales de su país. Los colombianos asistieron a las pasadas elecciones enfrentando dos posturas que presentaban visiones contrarias sobre un proyecto en común: la paz.
Efectivamente el candidato oficial y actual presidente Santos, quien fue el delfín del anterior gobernante Uribe, rompió los esquemas ideológicos de su predecesor y se alejó de su apoyo para tomar una ruta que significaba enormes dificultades, pero igualmente también esta opción significa un futuro diferente para su sociedad y su país, la búsqueda de arribar a un acuerdo de paz con una de las guerrillas más longevas de Latinoamérica y así catapultar las condiciones sociales, económicas y políticas de Colombia.
El exgobernante Uribe apostó siempre por el enfrentamiento con las FARC en donde propició mayor confrontación y un ambiente de guerra que siguió pesando sobre la sociedad y la imagen internacional de su país. No se puede negar que Uribe era un hombre decidido, pero también no se puede dejar de mencionar que actuó con temeridad y con poca visión de estadista, puesto que al concebir la continuación de la guerra como opción política, postergando la paz, significaba mayor tensión, mayor confrontación y agudizó el dolor de sus connacionales, principalmente aquellos que viven en el área rural, de uno de los conflictos más antiguos de Latinoamérica.
El actual presidente Santos demostró varias actitudes encomiables. Uno, que se puede romper con el pensamiento conservador para actuar como estadista y aún más viniendo de la persona que lo perfiló como su sucesor, ello implica que las personas no son objeto de otras, ni mucho menos sus pensamientos. Dos, el presidente Santos sabe que los costos de la confrontación son más elevados, dolorosos y desgastantes que aquellos costos de la concertación hacia la paz. Tres, el presidente Santos sabía que al adentrarse en una posición distinta a Uribe, rompía esquemas pero que también quebraba pensamientos que lo aherrojaban a terminar su gestión con un enorme lastre y que significaría que siempre pesaría en su vida, el hecho de no haber hecho nada para distender la confrontación y apuntarle a la paz como salida.
No se puede negar tampoco, que el candidato opositor Zuluaga capitalizó un significativo caudal electoral con lo cual también demostró que el pensamiento conservador todavía tiene enorme base de sustentación, tal como se evidencia en Guatemala, a pesar que su proyecto era totalmente contradictorio a Santos y que implicaba persistir en un modelo guerrerista y a contrapelo de lo que las sociedades que han pasado por estos sucesos buscan terminar de una sola vez.
Ojalá que el proceso de paz se consiga consolidar en Colombia para bien de su pueblo y más allá de ello que se busque, luego de firmar un armisticio, la construcción permanente de la paz, un acto que significa apoyar con recursos humanos, técnicos y financieros y, principalmente, con voluntad política un proceso que contribuya a la verdad, la justicia, la reconciliación y la reparación como mecanismos imprescindibles para generar dinámicas positivas en el tejido social, económico y económico, y que se recuperen las fracturas que ocurrieron en el tejido social del pueblo colombiano.