Cuando aparentemente ya se ha calmado el vendaval mediático levantado y alentado por el propio presidente Otto Pérez Molina en torno a la eventual reelección en todos los cargos de elección popular y la posible extensión del período presidencial, que provocó un oleaje de comentarios adversos de la mayoría de editorialistas y columnistas, sin faltar, por supuesto, la intervención de solemnes analistas políticos, creo que es conveniente que yo también participe en ese peliagudo asunto, con la obvia advertencia que no soy experto en materia constitucionalista, como tampoco en variedad de facetas del acontecer nacional e internacional; pero que, de todas formas, suelo entrometerme empíricamente cada vez que lo creo pertinente.
Ya los peritos en la materia, es decir, jurisconsultos versados en este tema han vertido hasta la saciedad todos sus profundos conocimientos, argumentando lo que usted también casi se ha convertido en especialista, en torno que prevalecen varios artículos de la ley fundamental del país que prohíben que se impulse reformas atinentes a prolongar los períodos del Presidente de la República y quien le secunda, a tal grado que, de conformidad con el pensamiento ortodoxo de algunos personajes, ni siquiera es permitido susurrar en el lecho marital con el o la cónyuge ese cerrojo político-electoral.
Sostengo que no debe llegar a extremos y que el caso sí es tema de debate, pero en el momento preciso, que nadie sabe con certeza dónde se le ubica en el tiempo y el espacio; pero es impropio que un gobernante cuyo período ha iniciado su tramo final sea el que, precisamente, induzca o promueva la discusión porque despierta sospechas razonables que pretende acomodar mejor sus posaderas en la Silla Grande por otros dos o cuatro años más, al mejor estilo ubiquista.
En todo caso se llegase a promover la reforma constitucional a mí se me ocurre una idea que ha sido calificada de brillante por mi amplio círculo de amistades que incluye a un abogado, un carpintero jubilado, un tímido politólogo, un sastre desocupado y un burócrata afiliado al imperdible PP, más otros dos pensionados.
La propuesta se basa en que como desde hace tres lustros y pico, el candidato presidencial que quedó en segundo lugar, desde 1996, para no ir tan lejos, triunfó en las elecciones siguientes, y así ocurrió en los comicios posteriores, que se realicen elecciones presidenciales cada ocho años, en el entendido de que quien ocupe la segunda posición relevará al que obtuvo la gloriosa victoria, como sucedió con los que su tiempo fueron los presidentes Álvaro Arzú, Alfonso Portillo, Óscar Berger, Álvaro Colom y el actual, y probablemente acontezca con Manuel Baldizón.
Como ya sabemos que sólo menos del 50 % de los guatemaltecos mayores de 18 años son los que ejercen su derecho al voto, la mayoría de compatriotas nos evitaríamos que cada cuatro años nos aturdan con campañas electorales anticipadas y el erario se ahorraría un cachimbazo de plata.
Digo, puesnnn…
(El abstencionista Romualdo Tishudo me sugiere: -En lo que atañe a diputados, alcaldes y demás casta política ya es otro cantar, digno de un artículo más enjundioso, previo referéndum entre tus allegados).