Los portavoces, operadores y ejecutivos de la élite oligárquica tradicional, los medios a su servicio y los tanques pensantes urbanos, desearían convencer a los demás insistiendo en asegurar que la mayoría de la población guatemalteca es conformista, indiferente, apática, pesimista, que nada le importa lo que está sucediendo en el país.
\ Carlos Gonzáles \
ricardorosalesroman.blogspot.com
Si ello fuera así, qué explicación y sentido tendría, primero: la movilización y luchas en el interior del país contra las mineras e hidroeléctricas, el monocultivismo neocolonizador, contaminante, depredador, el desalojo de tierras y criminalización de la protesta social; y, segundo: que el descontento y la lucha social y popular se desplace y se extienda en el campo y que sea allí en donde la indignación y el descontento organiza, une y moviliza a amplios sectores del campesinado y de los pueblos indígenas.
En el medio urbano y, más concretamente, en la capital, si alguna culpa se le puede achacar a la población, es ser víctima de la trampa que el poder dominante ha ideado para que se vea y se considere que todo está bien, que nada hay que cambiar ni hay por qué ni para qué hacerlo. Es ese perverso empeño de –mentirosamente, por supuesto–, hacerle creer a la gente que son más los riesgos y peligros que se corren ante lo incierto e indefinido (los cambios de fondo que el país necesita) a que si se sigue como se está.
Esto, por un lado. Por el otro, en la medida que el poder gobernante y la institucionalidad se desgasta y agota, se crean las condiciones y hace posible que la indignación, la inconformidad y el descontento se generalice, amplíe y fortalezca. Es lo que está pasando, en forma diferenciada y, con sus propias características, tanto en el campo como en la ciudad.
En el período que se inicia en 1986, el orden constitucional –además de precario, frágil y vulnerable?, ha estado amenazado, permanentemente, por rupturas abiertas o subrepticias. En 1993, de la amenaza, se pasó a la consumación. Aunque la intentona de Serrano se haya desarticulado y restablecido el orden constitucional, la situación en nada cambió y las cosas siguen igual o peor.
Más recientemente, el 5 de abril, una vez más, surge el peligro real de una ruptura que, de consumarse, se estaría –de hecho–, institucionalizando la reelección presidencial y prolongando el período gubernamental del partido oficial, de los diputados, alcaldes, magistrados de la Corte Suprema de Justicia, Salas de Apelaciones y Corte de Constitucionalidad.
La experiencia enseña y la historia es de lo más ilustrativa. Cuando el ejercicio del poder intenta prolongarse o que alguien trate de reelegirse o perpetuarse en él, para los gobernados, la situación puede que se torne inaguantable y más cuando es evidente que los de arriba dejan de estar en condiciones de seguir gobernando como lo venían haciendo y, los de abajo, no están dispuestos a soportar que las cosas sigan así.
En consecuencia, que a nadie sorprenda que ?a partir de lo que se adelantó en la concentración oficial de Escuintla en abril a lo que queda de este año?, lo inimaginable pueda suceder y que el escenario más probable sea el de la batalla entre lo viejo que se resiste a desaparecer y lo nuevo que está por despuntar.