De las intervenciones psiquiátricas más frecuentes en la práctica clínica son las dirigidas al abordaje del suicidio. Las cuales en los últimos tiempos han ido en incremento. Parece que dentro de la profesión una pueda llegar a acostumbrarse a escuchar a la gente que considera que ella misma o su propia existencia se encuentran tan ensombrecidas; que una alternativa a tomar para callar tanto dolor y quizás, en momentos precisos, es llegar a concluir y no digo destruir, la propia vida.
La realidad de las cosas es que no todas las personas poseen los mismos mecanismos que permiten adaptarse y acostumbrarse al contacto con este tipo de hechos. Cuando se escucha a un/a suicida, luego al siguiente, más tarde a alguien más y estas historias se convierten en un número relevante de relatos. Ello también provoca injurias en el profesional que presta atención. Este tema queda contenido en su vida de trabajo, convive con él, intima en su comprensión y trata de ayudar a la persona quien tiene el propósito de segar su vida, en un momento en el que se considera con ausencia de alternativas. Debido a los posibles efectos de estos eventos adversos en la salud de estos profesionales, se hace claro que éstos debiesen concurrir a procesos de supervisión que les auxilien a sobrellevar, este tipo de cargas laborales.
El suicidio es estigmatizado y se constituye en algo que no quiere ser visto ni oído. Existen normas religiosas, sociales, culturales y hasta legales que lo castigan. Por lo que su comprensión y su abordaje se hacen aberrantes. Se calcula que en el año 2000 se suicidaron en el mundo 815,000 personas, aproximadamente una cada 40 segundos (OPS, 2002). En Guatemala, no se precisan cifras.
Existen personas quienes piensan, hablan y tienen intentos suicidas de manera frecuente. Su cotidianidad se encuentra inmersa dentro del suicidio, se presentan de manera dramática ante profesionales de la salud mental y ante la gente, con objetivos de poca claridad, lo cierto es que con alguna frecuencia, su logro es hacerlos palidecer ante su trágica historia y de alguna manera, también ridiculizarlos. Cuentan sus relatos, con los cuales, pretenden asustar y lo más probable es que asusten y frustren además de convertirlos copartícipes de los mismos.
Estas conductas son reiterativas, su auditorio se llega a acostumbrar a ellas, así que encontrar nuevas personas que les escuchen es parte de sus esfuerzos y de una dinámica en la cual al encontrarlas, reciben de alguna forma, algo semejante al afecto. Ya que los relatos de suicidio, en su mundo, se han vuelto tan ordinarios y cotidianos que aburren, no son creíbles, o cansan tanto a la gente de su alrededor que ya no logran ningún impacto.
Con ideas, gestos e intentos burdos de quitarse la vida, deseando frustrar más que recibir ayuda, pueden transcurrir años y casi una vida en esto. Se podría considerar que su existencia se nutre de las proclamas de las demás personas para que continúe viviendo. Pero en un momento determinado puede ser que ya no encuentre un auditorio que le afirme su valor para la existencia humana y es entonces… cuando un desenlace concluyente puede llegar.
En un juego constante de ruleta rusa, deseando y no deseando vivir, tratando de manipular por un poco de afecto, la vida de estas personas transcurre refiriendo sus deseos de morir, de apropiarse de su existencia, aunque sea, a través de su propia muerte. Una muerte que han soñado segura, sin complicaciones y libre de dolor. Pero en muchas ocasiones, la persistencia de una ambivalencia ante vivir y morir, no les permite tomar decisiones seguras acerca de su vida o de su muerte.
Aisladas, rechazadas por su negativismo y su agredir natural a las personas que de alguna manera le dan la mano y le dicen que ya es suficiente. No pretenden dar su brazo a torcer, con su pedantería y estatus, en el cual el juego con la vida las coloca. Pero, cuando esta situación se vuelve más crónica, las posibilidades del consumar el suicidio aumentan.