Mi señor padre don León Aguilera (1901-1997), escribió en Mayo: “Tocó a mi ventana. La lluvia. ¿Me reclamabas? Aquí estoy. Y escuché Y escuché el dulcísimo cuchicheo. Venía de las ramas removidas, venía de la noche, del ojo enorme verde allá fuera, donde las gotas partían como insectos gualdos. Me envolvía… ¡Y no faltaba el repaso alegre del relámpago o el paso doble del trueno! ¡Y qué cinta azulosa y pálida: el rayo de paso, también bienvenido, anuncio de las lluvias! Tocaban los pianos de los cielos. Bajaban las arpas en el viento. Sonaban los xilófonos sutiles en la oscuridad. Manecitas de seda. Manecitas del agua. Suaves y magnéticas.
Arrullarnos con el agua, dulzor de envolverse con el contorno llovido, estremecido en ramajes. Cuanto pío pío de cristal. Saltaban colibríes de vidrio. El agua amortiguadora de la tempestad interior, de ser humano, en conflictos con el hombre y con cuanto nos satisface y nos deja inconclusos. Placer de estar iluminados en la estancia mientras el agua es un sensual rebote, para el cuerpo, para el oído; para el espíritu. Reviene el tema. ¿Es que no es un tema siempre nuevo? ¿Es que no hay una renovación nostálgica o de avidez en la existencia? He aquí la lluvia, con un suspiro siempre bienvenida. Porque es como el advenimiento de la amada, de la deseada para el ardor, para la aridez, para la sequía. Y me oigo llover en mi tiempo, en un lloviznar en el tiempo, de cuanto he sido. ¿De dónde viene insinuante la pluviosa, la donadora de capas pluviales para el ensueño? Es peregrinar de aquellas distancias, cuando la lluvia humeaba en el horizonte al rodar desde las nubes lóbregas. Las nubes, enormes, grises y negras, dejando chorrear el líquido renovador sobre los secanos y los desiertos. Estamos amarillos. Éramos el césped reseco, como cabeza ya raleando la calva. El césped, la grama, los arbustos sedientos, cuando vino ella con sus mil regaderas de plata, con sus finas mangueras de platino a regar en mi corazón, en mi alma, en mi pensamiento. Y entonces supe lo que es ser como primavera: ese renovarse rápidamente en el humus, en el suelo, en el de la mente. Y exhalar afuera los brotes, de las semillas y de los frágiles troncos. Rebrotar en el alma y en la tierra. Y ¿qué es el alma sino la sensibilidad de la tierra? Y ¿qué es el espíritu sino la conciencia de la tierra? Habla la lluvia, habla como todo lo creado. Con el idioma no articulado, de susurro, de murmullo. Habla, sin palabras, y por lo mismo con la profundidad de mensajes íntimos, que cada quien puede interpretar en su momento de belleza, de tristeza, de languidez. Monótona isócrona lluvia. Con las pausas de la llovizna y los aceleramientos del aguacero, o los pizzicatos de los chaparrones. Música del agua, música. Y numen: porque en ese rodar de carruajes del viento, en esos tambores tan distantemente sacudidos, hay mucho del alma que viene y se va, se alegra o se enclaustra, y al fin se queda como en una nada azul escuchando algo infinito, dulce, tierno en uno mismo. Nuestra ternura como pulpa de fruta sacada afuera para que la picoteen los pájaros relampagueantes. ¡Qué mirada verde amarilla afuera! Lámpara entre la noche circundada de llover. Hilos deslumbradores. Alumbra la soledad arbórea, o quizá ve cómo un viandante se refugia bajo un dintel a ver pasar el agua. No sólo verla pasar, sino sentirla y saludarla con la emoción. Este Mayo en proximidad de despedirse. Deja tras sí el aguacero. Y llena nuestros impluvios anímicos. Nuestros pozos resecos. Nuestros aljibes vacíos. Para que lo guardemos para mantener nuestra frescura en los cenotes celestes del alma. Lluvia, alma vestida de aguas. Estoy pluvial. Oigo el paso de los siglos. Escucho pasar mis días. Lluvia sobre mis años. Reflorecer de mi tiempo vital.”