Frida Khalo (1907-2007)


Jaime Barrios Peña (filósofo y escritor guatemalteco, ex catedrádico de la UNAM)

Comencemos dando los nombres completos. Durante 25 años, entre 1929 y 1954, vivieron en una peculiar casa de Coyoacán, Magdalena Carmen Frida Khalo Calderón y su esposo Diego Marí­a Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodrí­guez. Para todo el mundo hoy conocidos como Frida y Diego. Dos habitantes de la Tierra fuera de serie. Anhelaban el amor, en su lucha constante más allá de todas las convenciones. La frase quevediana les calza muy bien, pues ambos fueron rompedores de lí­mites y sombras.


Los colores eran su mexicano grito de guerra. Llegaron juntos a aquella casa, que pintaron de azul, cuando Coyoacán (lugar de coyotes en náhuatl) comenzaba a consolidarse como un centro emblemático de la gran urbanidad del Distrito Federal. El mismo Coyoacán que habí­a visto Bernal Dí­az del Castillo como un gran poblado de 6 mil casas. El mismo lugar de las primeras conspiraciones independentistas, como la del cura Manuel Altamirano. Frida y Diego no escogieron en vano su vivienda. En Coyoacán estaba la historia de México en cada esquina. Y en Coyoacán también habí­a nacido Frida, un 6 de julio de 1907.

Frida conoció a Diego de casualidad, cuando aquél pintaba un mural en la Preparatoria. La casualidad es una de esas formas caprichosas del destino. Desde entonces el uno no podrí­a ser más sin el otro. Aunque Diego reclamara como vampiro sagrado, toda la sangre de la fama. Detrás de cada genio pintor suele haber siempre una gran mujer. Pero no fue inmediata ni fácil la ascensión de Frida. Era demasiado espacio para una mujer en un medio diseñado para hombres. Deberí­an pasar muchos años después de su muerte, casi los mismos que vivieron juntos, para se diluyera la sombra protectora de Diego y se mostrara Frida, con su propia luz poblando telas. Y en el subsuelo de un grito rebelde, que ante el fusilamiento del tiempo y de la biologí­a nos dice siempre: «Viva la vida». Un viva que deviene del vernáculo «Viva la Revolución» y por supuesto del «Viva México». Porque Frida es México y México resulta también Frida: una historia mestiza y quebrada, una sonrisa sobre las heridas, un verde esperanza entre el rojo plasmático y vital y el blanco con su apriórica pureza. La sandí­a y la bandera. La fruta y el águila. El desierto y las aguas invisibles de Tenochtitlán. Como Frida no hay dos.

La ruta continúa al ritmo de un corrido sobre Zapata o es como un eco del diálogo de los Judas de doña Carmen o talvez un encuentro con las piñatas henchidas, que se deben de romper con el palo que representa la fuerza de las divinidades escondidas. Todo ese sentimiento de lo inconcluso, de lo fugaz y de lo absurdo, con la epopeya de un pueblo que ella amaba sin condiciones.

En la historia de Frida Kahlo, se conjugaron tantas circunstancias e incidentes dolorosos, como un muro de piedra tratando de interrumpir su fuego interno, en la lucha por supervivir. Pareciera que ella se impuso la consigna de sólo morir momentáneamente, mientras la condensación de sus sí­mbolos desentrañaban su eterno retorno, como en las leyendas de sus antepasados precolombinos. Y su biografí­a es su creación pictórica. Que además ofrece hechos dramáticos, pero sin perder nunca lo poético de la existencia. Poliomielitis a los 11 años, grave accidente a los 18, que le afectó la columna vertebral, la pelvis y la matriz. Casi toda su vida usó un corcelete ortopédico y fue sometida a múltiples operaciones que la retení­an por largos perí­odos en cama. Pero ella caminó de nuevo para hacer caminos al pintar.

En la reminiscencia: El movimiento zapatista y las ilustraciones de Guadalupe Posadas. También su padre, el fotógrafo de origen alemán Y su madre, nativa de México. Con el conmovedor muralismo mexicano, como pantalla mestiza de su vocación plástica. Y en alguna parte del vital cortejo o en lo profundo de sus sienes: sus discí­pulos, los fervorosos Fridos.

Dijimos que en la Preparatoria conoció a Diego, que la idealizó luego en una vigorosa imagen, en el mural de la Secretaria de Educación Pública. Diego fue desde el principio su obsesión, como un prójimo simbiótico. Rivera la apoyó como un padre en el orden simbólico y en el dolor de su esterilidad, fue también su hijo no habido.

El mensaje de Frida en la primera exposición de autorretratos, es un puente tendido desde lo popular hasta la metafí­sica que reelabora un cuerpo herido. Frida es conciente que posee un saber desconocido. La profundidad del ser en sus desgarramientos esenciales. Como si fueran poemas de López Velarde que se plasmaran en los lienzos. Frida es capaz de expresar esa fuerza contradictoria entre la muerte y la vida: el erotismo sin culpas aunque sangrante. Como una versión femenina de San Sebastián. Atravesada de vida, mutilada por la muerte, renacida en el arte.

André Bretón la consideró surrealista. Pero Frida escapa a los ismos, especialmente como etiquetas impuestas desde el centro de Europa. Raquel Tibol cita la opinión de Frida sobre su pintura en la exposición de Autorretratos de Pintores Mexicanos en 1947: no sé si mis pinturas son o no son surrealistas, pero sí­ sé que son la más franca expresión de mi misma».

Frida es una vuelta al origen desde el arco de la utopí­a del devenir. Así­ resultan tan modernos, su traje de tehuana, sus esculturas precortesianas, sus juguetes de niña y los de Diego, los judas de carrizo y papel, las calaveras de azúcar y papel, tejidos y cerámicas, máscaras y todo lo que es y será propio del arte popular de México.

Era receptiva a todo lo que era cultura, se informaba sobre el movimiento cientí­fico y artí­stico, especialmente sobre el pensamiento filosófico, polí­tico y estético. Como resultado de la lectura del libro Moisés y el Monoteí­smo, que le obsequió un amigo, pintó uno de los cuadros más simbólicos en su construcción, argumentando que la gente necesitaba inventarse dioses y héroes por el miedo a la muerte. En la composición además de los dioses y los héroes sobresale la madre y su hijo en brazos. En 1949, en la Facultad de Filosofí­a y Letras, la escuchamos en una conversación amistosa una frase que se me ha gravado, le dijo a Ofelia Jarquí­n: «pero chamaca, no te pierdas en la lógica formal, todas las cosas siempre son y no son.»

Voy ahora al metalenguaje de su pintura. Desde que quedó inválida, le colocaron un espejo en el techo, arriba de su cama, con el objeto de que pudiera verse y dibujar. Fue así­ como Frida encontró en su propia imagen, una ratificación de sí­ misma. La repetición surge, pero no vuelve a la identidad, su creación radica precisamente en la diferencia, en la novedad. No se repiten con exactitud los autorretratos, en cada uno de ellos sólo los rasgos esenciales persisten como signos de identidad, luego aparecen las diferencias marcadas que sugieren momentos, tránsitos y situaciones. Se cumple así­ el calificativo de recurrentes que les diera Diego.

En cuanto a su cuerpo herido y mutilado, que le hizo pensar en el suicidio, aparece constantemente en sus cuadros y la conduce a canalizar la necesidad de exorcizarlo, dominarlo en la imagen. Reiterativamente evidenciado, no en su superficie sensible sino en su proyección en la forma. En este caso se demuestra que no hay forma sin superficie.

Hay otro elemento estructural que completa el anterior, me refiero al «doble» como tema sustantivo en su pintura. Se puede, con Rank, decir que se trata de los ví­nculos con la propia imagen, vista en el espejo y el espí­ritu tutelar, la doctrina del alma para enfrentarse a la muerte.

Frida Kahlo. La veo bajo el signo de Quetzalcoatl, en el colorido del paisaje de México. Se escuchan las voces revolucionarias. La cruenta lucha comenzada en 1910 para construir un México nuevo. Esa lucha que no acaba: una voz en favor de los humildes. Y la opción espiritual del arte, ante el materialismo vulgar que consume nuestro mundo.

Sigamos el recorrido de su dolor: tratamientos médicos permanentes, hasta culminar con la amputación de una pierna, obligándola a permanecer en una silla. Lo que no impidió que desfilara, unos dí­as antes de su muerte, en la manifestación de protesta por el derrocamiento del Presidente Jacobo Arbenz en Guatemala.

En definitiva, ella decidió ante el infortunio sobrevivir en el arte. En su obra se manifiesta no sólo el sentido trágico, sino su diástole estética para producir el corazón una nueva criatura: el mundo mestizo de Frida, como sí­mbolo y restitución del parto que no tuvo. También del universo más humano que anhelara tanto. Y en esta dimensión, los nudos de su existencia al expresarse, se enganchan a los eternos problemas del ser: nacimiento, muerte y el amor.