Desde los inicios de la formación del fenómeno religioso, en los albores de la Historia de la Humanidad, la música ha formado parte de todos los rituales y fases diferentes del culto. Desde el canto shamánico de las selvas de la América Latina hasta las elaboradas melodías sagradas de las religiones orientales. La música, es pues, el medio más adecuado para expresar la angustia del Hombre por el infinito y por el misterio de lo desconocido.
Del Collegium Musicum de Caracas, Venezuela
Esta columna es un homenaje a Casiopea, esposa de tul y ámbar, quien es fin del llanto y principio del sueño, ángel que olvidó su eternidad en mis estancias y quien es agua de clara frescura que dejó en mis párpados su dimensión de espuma sideral.
Dentro de la cultura occidental, y en particular, a partir de la instauración del cristianismo, la música ha sido inseparable de todos los ritos de la Iglesia Católica, en especial desde el perfeccionamiento del Canto Gregoriano por San Gregorio Magno en los albores del siglo VII de nuestra era.
Inseparable del culto, la música alcanzó proporciones magistrales, casi delirantes, en los grandes oficios de la Semana Mayor, ese tiempo del mito del eterno retorno –en el sentido de Mircea Eliade–, cuando el cristianismo se vuelve a religar al antiguo mito a través de la concreción de los ritos.
Para esta época, la Iglesia Católica ha creado rituales particularmente dramáticos hasta teatrales. Baste sólo pensar en el apabullante Oficio de Tinieblas que se desarrollaba en las catedrales todos los Martes Santos y que era atracción principal.
A ello se debe que casi todos los compositores en la cultura occidental han legado a la posteridad lo mejor de su producción para estas festividades (citemos, por ejemplo, las Pasiones de J.S. Bach, J.F. Haendel, G.P. Telemann y L. Perosi; Las Lamentaciones de Charpentier y los Improperios de Victoria y Palestrina). Música que fue producida con gran profusión y que, las más de las veces, se interpretó una sola vez.
Con los cambios de liturgia ordenados por el Concilio Vaticano II, a mediados del siglo XX, la música perdió hegemonía en los rituales cotidianos y grandiosos de la Iglesia Católica. Los Príncipes de la Iglesia echaron al olvido más de dos mil años de música. Por eso es que la Iglesia Católica de hoy es tan pobre en cuanto a producción musical, a excepción de las catedrales y monasterios de rito tridentino. De tal manera que en la actualidad se canta poco o nada en los oficios que en esta época cuaresmal fueron realmente esplendorosos.
Los rituales de la semana de Cuaresma culminaban con las ceremonias del Viernes de Lázaro. Entonces se entonaban varios salmos penitenciales (tal vez los más grandiosos son los de Orlando Di Lasso), entre los que se cuentan el Dies Irae y el Miserere Mei, Deus. Queremos referirnos a dos grandes salmos que en alguna oportunidad se cantaron en la Catedral Metropolitana de Guatemala. Nos referimos al Miserere Mei Deus y al Dies Irae.
Según el cronista del Diario “El Porvenir de Centroamérica” (Año II, No. 1), editado en San Salvador en 1896, en los oficios de la semana de Cuaresma de ese año, en la Catedral de Guatemala se entonó el Salmo Penitencial Miserere mei Deus con música del compositor francés J. Baptiste Lully.
Nos llama la atención tal noticia, ya que dicha composición musical es muy compleja en su interpretación: Debe ser entonada por dos coros, solistas, orquesta y órgano. Sin embargo, don Anselmo Sáenz –según la crónica– concertó a todo el conjunto musical aquel Viernes de Lázaro de 1896.