Las cifras del informe de Naciones Unidas sobre la violencia son terribles porque evidencian que Centroamérica ocupa el lugar de la región más violenta del mundo y Guatemala, con las cifras del 2012, como el quinto país más peligroso. El Gobierno sostiene que ha disminuido la tasa de homicidios de casi 40 por cada cien mil habitantes a 34, reducción importante pero al final de cuentas irrelevante porque todavía nos quedamos en la parte más alta de toda la estadística mundial.
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El tema de la violencia hay que entenderlo en dos dimensiones. En primer lugar tenemos que comprender que hay una estrecha relación entre la inequidad social que margina a la mayoría de habitantes, especialmente a los jóvenes, de las oportunidades para realizarse plena y dignamente, lo que intrínsecamente desvaloriza la vida que para muchos guatemaltecos tiene escaso sentido y muy relativo valor. Pero también está el problema de la ausencia del Estado que no cumple con sus fines esenciales para asegurar el imperio de la ley, el respeto a la vida humana y el castigo a los delincuentes.
El Estado nuestro es, sin la menor duda, un Estado fallido porque no puede ni siquiera ejercitar su autoridad para implementar la correcta y pronta aplicación de la justicia, no digamos la prevención del delito. Es un Estado incompetente para proteger a la persona individual y por lo tanto, incapaz de cumplir con sus fines porque las instituciones son débiles e inoperantes.
Una juventud sin más oportunidades que las que puedan obtener si emigran para realizar los más duros trabajos en Estados Unidos y un Estado que no puede asegurar el imperio de la ley, son factores que al mezclarse se convierten en una explosión segura que se traduce en violencia desatada e incontrolable. Por más inversión que se haga en la profesionalización de la Policía, será imposible contener la violencia porque no hay políticas integrales que permitan a las nuevas generaciones aspirar a una vida digna mediante el trabajo honrado. Por mucho que un joven se esfuerce y trabaje, sus expectativas son demasiado limitadas como para alimentar sueños e ilusiones. En cambio, el crimen y las pandillas se convierten en un instrumento para lograr dinero producto de extorsiones y otras formas de delincuencia que, al no recibir nunca castigo, se presentan como una real oportunidad en un mundo sin oportunidades.
No se puede pretender una disminución radical de los índices de criminalidad en tanto no se asuma que es responsabilidad del Estado garantizar la justicia y ofrecer a los jóvenes un futuro digno con oportunidades propias de esa dignidad que ahora se regatea. Conformarse con modestas reducciones en el índice de homicidios por cada cien mil habitantes es prueba de la más absoluta mediocridad porque lo que tenemos que buscar es garantía de seguridad para los ciudadanos y esa meta se observa aún muy distante.
Las cifras son antiguas, ciertamente, pero la realidad actual no difiere tanto como para sentir que el problema es cosa del pasado. Por el contrario, este informe nos explicita la situación que vivimos y debiera obligar a redoblar esfuerzos para combatir la impunidad, misma que ahora está en vilo por la elección de fiscal.