Las diferencias son abismales y las circunstancias también son o eran distintas; en el fondo. Las condiciones políticas, sociales y culturales eran y siguen manifestándose con alguna similitud; pero los actores políticos de entonces no tenían ninguna semejanza, fundamentalmente por sus características ideológicas e inclinaciones cívicas y compromisos con sus colectividades.
Me refiero a la España de 1975 y la Guatemala de 1999, cuando una y otra nación emergieron de conflictos que en su momento derivaron en guerras civiles, las cuales ahondaron rencores, rivalidades y resentimientos entre los bandos en pugna.
España tuvo la fortuna que a la muerte del tirano fascista Francisco Franco, supuestamente neutral en la Segunda Guerra Mundial, pero aliado natural de Hitler y Mussolini, cuya cruel y sanguinaria dictadura que inició en 1939, sólo terminó con su muerte, previa designación como su sucesor a Juan Carlos de Borbón, devenido en rey de España, que con inesperada visión impropia de su inexperiencia y juventud, tuvo el acierto de nombrar Presidente de Gobierno al secretario general del Movimiento (como se identificaba la organización política falangista), Adolfo Suárez, quien condujo la reforma hacia la transición y a la reconciliación de los españoles, apoyado en su prudencia y modestia, y despojado de ambiciones personales, al punto que en 1981 renunció a su mandato: “Me voy sin que nadie me lo haya pedido”, sentenció, consciente que su etapa había finalizado cuando su propio partido, la Unión del Centro Democrático, le volteó la espalda.
En Guatemala, tras 36 años de sangrienta guerra interna, se firmaron los Acuerdos de Paz en 1996. Las fuerzas insurgentes depusieron las armas y se convirtieron en partido político; pero no hubo un Adolfo Suárez que con talento y prudencia guiara al país, después del cese de hostilidades bélicas, a la plena reconciliación entre las dos corrientes antagónicas, y que diera inicio a un periodo que terminara con los apetitos de poder de políticos sedientos de riquezas, que lo encaminara a una era de armonía entre los guatemaltecos y un período de transición que pudiera privilegiar los valores de la democracia representativa, participativa y plural para alcanzar la reconciliación nacional.
De esa cuenta, después de 18 años de haber cesado las hostilidades del conflicto armado, las diferencias no se han superado, las fuerzas de la derecha, sujeta a la oligarquía y a los intereses de poderosas empresas transnacionales, se han aferrado al poder, y no porque su hegemonía prevalezca en las urnas, sino por la ausencia de un sentimiento colectivo de sacrificio en aras de los derechos de las clases mayoritarias y marginadas hubiera superado los mezquinos afanes de venales dirigentes que han supeditado sus presuntos anhelos democráticos a sus notorias ambiciones personales y de grupo.
Ahora que ha fallecido el expresidente español Adolfo Suárez, sus sucesores de distintas ideologías y la totalidad de sus compatriotas, reconocen, valoran y admiran al político que encabezó desde su alta investidura la renovación y el cambio hacia la democracia de su país.
(El obrero Romualdo Tishudo anhela: -Aún es necesario que surja en Guatemala un Adolfo Suárez).