En sus diez meses escasos en el cargo de primer ministro de Japón, Shinzo Abe se volcó en el exterior, pero el pueblo, más inquieto por el pan de cada día, le dio un golpe electoral del que se resiente toda la vida política, y frente al cual ha optado por aferrarse al poder.
Mientras el nacionalista y proestadounidense Abe se afanaba en sentar las bases para enmendar la Constitución pacifista de 1947, con el fin de promover la dimensión diplomática y militar del país del sol naciente en el exterior, una buena parte de los japoneses, convencidos de que construía castillos en el aire, ajenos a sus problemas cotidianos, le empezaba a dar la espalda.
No se enteró; o no se dio por aludido. Tampoco cortó de raíz los desatinos y los escándalos en los que se vieron implicados algunos de sus más estrechos colaboradores, y que llevaron a uno de sus ministros al suicidio.
Quienes lo conocen, dicen que este político de 52 años, el primer ministro más joven de la posguerra en Japón, es «honesto» y «leal en la amistad».
Una lealtad que ha pagado muy cara y que algunos analistas, como Jeffrey Kingston, atribuyen a «una falta de instinto político».
Tras la estrepitosa derrota de su formación, el Partido Liberal Demócrata (PLD), en las elecciones al Senado del domingo pasado –que marchita un reinado casi ininterrumpido de medio siglo en la política nipona– Abe reconoció la debacle, sin por ello soltar el poder.
Visiblemente apesadumbrado y con el rostro lívido, declaró después del desastre histórico que aceptaba «con humildad los resultados» y asumía «toda la responsabilidad» de lo sucedido, poniendo énfasis en que permanecería en su cargo para aplicar las reformas programadas, centradas en la educación y la Constitución.
Luego empezaron a rodar cabezas, como la del ministro de Agricultura, Norihiko Akagi, acusado de encarnar la mala gestión gubernamental.
No ha sido suficiente. La presión de la prensa y de algunos círculos influyentes japoneses, que piden la renuncia de Abe y la convocatoria de elecciones anticipadas, ha dejado tambaleando a la coalición gubernamental, integrada por el partido de inspiración budista Nuevo Komeito.
Pero el capitán Abe está dispuesto a seguir remando en una barca carcomida por las discordias intestinas entre facciones, con rumbo incierto y sobre aguas turbulentas.
Algunos analistas, los más pesimistas, estiman que el empecinamiento de Abe por mantenerse en su puesto podría llevar al país a la inestabilidad política de la década de 1990, cuando las caras de los primeros ministros cambiaban casi cada año.
La victoria de los centristas del Partido Demócrata de Japón (PDL) en los comicios a la Cámara Alta, esboza, según otros, el deseo de un nuevo horizonte político.
El éxito del PDL refleja el deseo de los japoneses de que se instaure un proceso competitivo con una mayor colaboración entre los dos partidos porque «los problemas que afronta Japón requieren soluciones bipartidistas», dice Hitoshi Tanaka, investigador del Centro Japonés para el Intercambio Internacional y ex viceministro de Relaciones Exteriores japonés, en un artículo publicado en el Financial Times.
Por ahora, según afirma Abe, no habrá elecciones anticipadas. Se ampara en que su partido sigue siendo mayoritario en la todopoderosa Cámara Baja, pese a haber perdido su supremacía en el Senado.
La carrera de Abe, ahora incierta, se ha forjado al lado de la de su padre, Shintare Abe, ministro de Relaciones Exteriores en los años ochenta.
A su muerte, su progenitor le dejó como herencia el bastión electoral en Yamaguchi (sur), que le sirvió de trampolín político hasta que su predecesor, Junichiro Koizumi, lo catapultó a la cima del poder.
Hace apenas 10 meses, cuando Abe llegó al poder, se decía que el futuro de Japón era un enigma, un signo de interrogación. Ahora se ha convertido en puntos suspensivos.
Hace apenas 10 meses, cuando Abe llegó al poder, se decía que el futuro de Japón era un enigma, un signo de interrogación. Ahora se ha convertido en puntos suspensivos.