Ana salió de su casa pensando que en dos semanas cumpliría 15 años. Esa noche murió en un ataque armado que ocurría cuando volvía a su hogar.
Óscar quería hacer muchas cosas, entre ellas aprender a manejar un bus. Fue un bus donde murió en un ataque armado. Tenía 12 años.
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Hay muchas Anas y Óscares y muchos nombres de niños y niñas que en lugar de aparecer en el registro de inscripción de una escuela, se leen en una lápida. Vidas interrumpidas, sueños sin realizar por la violencia que se vive en el país por la indiferencia que nos limita, nos insensibiliza, nos ciega.
El año pasado, de acuerdo con los datos del monitoreo de medios de La Nana, 580 niñas, niños y adolescentes murieron por violencia, un dato aproximado a la realidad porque seguramente esa cifra es mucho mayor a la que los medios reportan.
Y no solo mueren los niños y niñas en Guatemala, también se vulneran sus derechos a estudiar, a comer, a tener protección y abrigo, se les niega un abrazo, una sonrisa. Eso es violencia.
Es violencia que las y los docentes no impartan clases, que los útiles no lleguen a las escuelas, que los medicamentos no existan cuando ellos los necesitan. Es violencia que un niño trabaje en lugar de estudiar, que se exponga en las calles a abusos de todo tipo.
Es violencia el abandono, no sólo de los padres y madres también, sino del Estado. Es violencia aprovecharse de su edad, de sus problemas y tenerlos trabajando con sueldos de miseria, sin prestaciones ni horario. Es violencia que no existan parques, que la cultura se niegue y sea un privilegio de pocos.
El 13 de marzo se conmemoró un día que no debería existir, porque las palabras niñez y violencia jamás deberían de ir juntas en una oración.
El dinero se pierde cada año en las distintas dependencias que trabajan el tema de la niñez, no se ejecuta, los juzgados no encarcelan a quienes abusan de los niños y niñas y muchas sonrisas –porque a pesar de tanto dolor siempre sonríen–, se pierden por balas, golpes, hambre y frío.