Doña Antonia era una mujer de “armas tomar”. Todos en el pueblo decían que, desde que se quedó viuda era más difícil tomarle el pelo, menos si se trataba de sus hijas. Las niñas respondían a los nombres de Juana, Luisa y Rosana.
Universidad de San Carlos de Guatemala
Para sobrevivir y criar a sus hijas, doña Antonia había establecido un comedor en el que pasaban todos los viajeros, pues estaba en la orilla del camino real. A ese comedor pasaban señorones que iban de paseo o por negocios a la costa, arrieros, conductores de carruajes y, en fin, toda clase de personas.
Muchos de los que pasaban por el lugar elogiaban a las tres hermosas hijas de la señora. “Por una mirada de tus ojos daría mi alma al Diablo”, le decía un comensal. “Quién fuera sombrero para cobijar ese rostro maravilloso”, comentaba un segundo. “Pobres las rosas, les has robado el color para tus labios y la frescura para tus mejillas”, añadía un tercero.
Las jóvenes, por supuesto, estaban halagadas, pero la madre se enfurecía, porque sabía que ninguno de esos galanteos era una promesa de matrimonio. Así que ahuyentaba a todos los pretendientes.
Un día, llegó un hombre con una hermosa cabellera. Parecía interesante y, en cuanto vio a las muchachas empezó a tratar de ganar el afecto de las tres. Poco a poco, se fue haciendo tarde y los comensales abandonaron el local. De
manera que solamente quedaron las propietarias y el hombre.
Entonces, empezó a hacer trucos para llamar la atención de las jóvenes. Sacaba monedas de gran valor de los cabellos de las muchachas, joyas debajo de los manteles o un conejo de uno de sus delantales. Las muchachas estaban encantadas. Pero la pretendida suegra estaba molesta.
Doña Antonia intentó despacharlo con un par de comentarios y luego, le advirtió que era hora de cerrar y que se fuera. El hombre prometió regresar al día siguiente. En su segunda visita los trucos eran mejores y fantásticos. Se convirtió en águila, jaguar y pavo real, casi al mismo tiempo, para asombrar a las jóvenes. La suegra, que veía todo desde la cocina se asustó. Así que, a la mañana siguiente, visitó al cura del pueblo y le preguntó qué podía hacer.
El cura, sospechando de quién se trataba, le sugirió un ardid. La señora estuvo de acuerdo y esperó al visitante una noche más. Efectivamente, el hombre llegó y las tres muchachas se acercaron para acomodarlo en una silla, una, para ofrecerle una bebida, otra y para quitarle el sombrero y acariciar su cabellera, la tercera.
“¿Cómo nos vas a divertir hoy?” Le preguntó Luisa. “¡Que convierta este rosario de tusas en un collar de perlas!” Sugirió Juana. “Y esta carreta de juguete en un hermoso carruaje”, añadió Rosana.
Al instante se cumplieron los caprichos de las jóvenes. “Si es tan poderoso que se meta en esta botella”, dijo la suegra.
El Diablo, pues no era otro el hombre misterioso, quiso agradar a la suegra y, de inmediato, se introdujo en la botella. Al instante, el cura salió detrás de una cortina y, con un corcho bendito, tapó la botella.
Así quedó el pobre Diablo, metido en una botella. Una vez descubierto saltaba de enojo dentro de la botella. “Llévela al cruce de caminos y entiérrela bien”, le indicó el cura a la suegra. Las muchachas se pusieron tristes, pero sabían que era lo mejor para todos. Sin perder tiempo, doña Antonia, la suegra del Diablo, llevó la botella y la arrojó dentro de un hoyo que había mandado hacer desde la mañana. Nadie la vio, porque era muy tarde por la noche. Luego, con ayuda del cura, cubrió el agujero con la tierra que estaba acumulada junto al hoyo.
El Diablo estaba furioso, pero no podía salir de la botella. Pedía auxilio a gritos, pero nadie lo escuchaba por el tapón bendito. “Un humano tiene que sacarme de aquí, porque un humano me encerró”, decía el Diablo, “pero tiene que ser alguien malo y bueno a la vez…”
La dificultad se solucionó al cabo de un buen tiempo, cuando las muchachas y la suegra eran solamente un recuerdo en el pueblo, pero que todavía se contaba con frecuencia. Un día, un borracho pasó por el cruce de caminos. Estaba en tal estado que cayó al suelo. Entonces pudo escuchar los gritos del Diablo: “Ayúdame y te recompensaré con oro”, le decía.
El bolo pensó que tendría más dinero para embriagarse. Entonces preguntó: “¿Cómo te ayudo?” el Diablo le dio instrucciones para que lo sacara de la botella y el bolo las cumplió cabalmente. Una vez libre, el Diablo cumplió su promesa.
“Vamos a obtener el dinero de los demás, no voy a hacer ningún truco”, le dijo el Diablo, “es más divertido engañar a la gente”. El bolo, con tal de obtener su bebida, estuvo de acuerdo. “Lo único es que no tienes que parecer un bolo”, le ordenó el Diablo y lo obligó a recuperar la sobriedad.
Una vez sobrio, el Diablo le dio nuevas instrucciones: iban a pasar por los pueblos anunciando que el bolo era en realidad un gran médico. El Diablo se introduciría en el estómago de algunas personas y, con el llamado del falso médico, saldría rápidamente, dejando sin molestias a las personas.
Ambos siguieron el engaño y, pasando por cada pueblo, hacían el artificio para obtener mucho dinero. “Me duele el estómago”, llegaban diciendo los enfermos. “Tome este brebaje, vale cien pesos”, respondía el falso médico. “Es demasiado caro, por favor deme otra cosa más barata”, respondían algunos. “Lo siento, pero es el precio de su salud”, respondía el farsante. La pobre gente tenía que aceptar, porque solamente así el Diablo dejaba en paz a las personas. Así, el Diablo se divertía y el falso médico se enriquecía.
Poco a poco, la fama del falso médico llegó por toda la región. Por lo que el falso médico viajaba a todas partes. Entre tanto viaje, llegaron un día a la capital.
El gobernador del reino estaba ofreciendo un gran banquete en el palacio porque había sido la coronación del nuevo rey. El Diablo le dijo al falso médico: “Voy a molestar al gobernador”. En el instante, el gobernador empezó a quejarse.
Todos los invitados querían quedar bien con el gobernador, por lo que sugirieron la visita de varios médicos. Uno de los asistentes al banquete, que había sido víctima del falso médico y el Diablo, sugirió que llevaran al farsante frente al gobernador, para curarle.
Cuando llegó al palacio, el falso médico quedó deslumbrado por la belleza del edificio y sus adornos, pero más por la hermosura de la hija del gobernador, una joven famosa, además, porque era siempre hacía el bien. En su distracción a causa de la joven, el falso médico le dio a beber un frasco de ácido al gobernador. El ácido, cayó sobre la cabellera del Diablo y se la destruyó. Al sentirse calvo, el Diablo se enojó mucho y no quiso salir. El falso médico se acercó al abdomen del gobernador y habló quedo con el Diablo, así supo de su error.
Sin embargo, todos veían con malos ojos el fracaso del falso médico, solamente la hija del gobernador estaba preocupada. En ese momento, el falso médico se sintió avergonzado e indigno. Todo lo que había hecho estaba mal.
“Voy a enmendar mis errores”, se dijo, “ya no seré ni bolo ni engañador”. Así que urdió una forma de vencer al Diablo.
Habló con la esposa del gobernador y le pidió que organizara un gran ruido. La esposa aprovechó que había tantos invitados y, entre todos, hicieron un ruido fenomenal.
Asombrado, el Diablo le preguntó al falso médico qué pasaba. “Es que viene su suegra”, le dijo. Enseguida el gobernador se sintió bien y del Diablo no se supo más por un buen tiempo. Dicen que desde entonces, el hombre se convirtió en honrado y trabajador.