El conteo de los votos es fundamental en un país como el nuestro, en donde durante muchos años se fueron sucediendo gobiernos que eran producto de fraudes electorales realizados con la mayor desfachatez, pero obviamente la consolidación de la democracia requiere de mucho más que la realización cada cuatro años de elecciones más o menos limpias y nuestras autoridades electorales no tienen ni poder ni influencia para actuar en los temas más delicados que tienen que ver no sólo con el sufragio y los recuentos, sino básicamente con los procedimientos internos de las organizaciones políticas a efecto de que puedan ser efectivamente instrumentos de la participación ciudadana.
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En Guatemala el tema central de la crisis del modelo democrático está en el financiamiento de las campañas políticas, porque es un hecho irrefutable que el único compromiso que adquieren y honran los candidatos a cargos de elección popular es con quienes les dan el dinero para comprar los votos. Las elecciones nunca generan un mandato popular mediante el cual el elector, como mandante, obliga al mandatario a cumplir con los compromisos que hizo mediante promesas de campaña; aquí el verdadero mandante es el financista que obliga, ese sí, al mandatario a que le cumpla con la concesión de cualquier clase de negocios mediante los cuales pueda concretarse el saqueo de la cosa pública en beneficio compartido por políticos y financistas.
Por ello es que yo he sostenido que la transición a la democracia iniciada con la vigencia de la Constitución de 1985 fue secuestrada por esa perversa alianza entre los grupos de poder fáctico que cooptaron a la clase política para hacerla presa de sus ambiciones y partícipe de sus negocios. El Tribunal Supremo Electoral, cuyos integrantes serán escogidos dentro de la lista que elabore la Comisión de Postulación, tendrán que limitarse a contar los votos que produzca la masiva y costosa campaña electoral, pero no tienen facultades para escarbar en los arreglos que se hacen durante la campaña y que aniquilan las esperanzas de verdadera democracia.
Según la Constitución y la ley específica, todo lo relativo a los partidos políticos, la organización ciudadana y la celebración de elecciones libres y transparentes es competencia del Tribunal Supremo Electoral que debiera ser la única autoridad con facultades para tomar decisiones en esas materias. La perversión del amparo, sin embargo, anula ese carácter supremo que la Constitución asigna al TSE y por ello hasta en el recuento de votos y el reconocimiento de resultados, es un ente maniatado y medio castrado, como se pudo comprobar con el caso de Nebaj que se ha de repetir mucho en el futuro.
En cambio, para las cosas verdaderamente fundamentales, como el control de la práctica democrática interna de los partidos políticos, los magistrados han estado, están y estarán pintados porque nuestras organizaciones son nidos de caciques donde el afiliado no cuenta para nada más que para hacer bulto. No digamos para actuar en regulación del financiamiento de las campañas, que es precisamente donde arranca no sólo el negocio, sino cuando se pacta el saqueo inmisericorde de los recursos públicos que pone al Estado no al servicio del bien común, sino de los negocios sucios.