Aquel ser humano de quien tenemos la impresión de que conocerlo es una desgracia, y ansiamos no volver a encontrarlo, es detestable. Aquel ser humano a quien tratar frecuentemente es una tortura, y le rogamos a alguna divina providencia que ordene interrumpir para siempre ese trato, es detestable. Aquel ser humano de quien, cuando lo conocemos o lo tratamos, creemos que es un paradigma de ser humano repudiable, que exige infinita expansión de los límites de la tolerancia, es detestable.
Hay una impredecible multitud de especies y variedades de seres humanos detestables. Hay también diversidad de criterios de detestabilidad; y yo tengo uno que puede no ser únicamente mío. Y comienzo por afirmar que es detestable el ser humano cuya principal faena mental, y cuyo tópico conversacional preferente y cuyo placer predilecto, es difamar, infamar o calumniar, y para quien el Universo tiene sentido porque hay seres humanos que pueden ser sujeto de difamación, infamación o calumnia.
Es detestable aquel que no tiene mérito alguno pero actúa arrogantemente como si mereciera las mejores cosas del mundo, y cree que la actitud ideal del prójimo es estar hincado ante él. Es detestable aquel que se adjudica atributos intelectuales tan extraordinarios como ausentes; y hasta cree ser un hijo predilecto de Atenea, aunque ni aun hijastro de ella podría ser. Es detestable aquel que cree haber sido elegido por Dios para predicar cómo debe ser el prójimo, y para juzgarlo. Es detestable aquel que, elegible para ser expulsado del mundo por inutilidad, suele proclamar que tiene gloriosos ancestros (los cuales se apresurarían a lamentarse de tan paupérrimo producto genealógico).
Es detestable aquel que adquiere obras de arte, no porque disfruta del arte, sino solo porque tiene dinero para adquirirlas; y no obstante ser poseedor de una ingénita torpeza estética, tácitamente reclama ser un conocedor en cuyo espíritu se agita una sublime pasión artística. Es detestable aquel pobre que no se esfuerza por ser menos pobre sino que se dedica a insultar al mundo y a culparlo de su pobreza, y pide el auxilio divino, no para ser redimido de su pobreza, sino para que todos sean tan pobres como él.
Es detestable aquel que otorga favores con el secreto propósito de cobrarlos, o aparenta dar una parte de sus bienes por puro amor al prójimo; pero realmente el motivo de ese dar consiste en que supersticiosamente espera recibir más. Es detestable aquel devoto que ora por el bien propio y el mal del prójimo, y cree que la bondad divina consiste en complacerlo. Es detestable aquel que promete aquello que jamás está dispuesto a cumplir, y hasta argumenta que él no es culpable de que haya seres humanos que confían en promesas. ¿Y no es detestable también aquel que se obstina en creer que los límites de su comprensión son los límites del Universo?
Ser detestable es un arte. En general, es el arte que posee el ser humano que provoca la impresión de que conocerlo es una desgracia; o convierte en tortura del prójimo el trato social ordinario; o es motivo de repulsión y exige máxima tolerancia. En particular, es el arte de devaluar al prójimo. Es el arte de la más vacua vanidad. Es el arte de inventarse uno mismo estúpidamente. Es el arte de la jactancia moralista. Es el arte de ser parásito de la genealogía. Es el arte de aparentar que es producto del conocimiento y la pasión aquello que solo ha sido obra del mero dinero. Es el arte de la miseria resentida. Es el arte de simular generosidad y ocultar perversión. Es el arte de corromper la devoción. Es el arte de socavar la confianza. ¿Y no es también el arte de la superficialidad que orgullosamente cree ser profundidad?
Post scriptum. El arte de ser detestable es tan espontáneo, que quienes lo ejercen tienen el privilegio de ignorar que lo poseen.