No es primera vez que se publica un estudio de opinión pública sobre los problemas que agobian a nuestro país y se compruebe que en la percepción de la opinión pública guatemalteca el tema de la corrupción no llega a ser de interés más que para una pequeña minoría de quienes en una encuesta reflejan el sentimiento popular. Prácticamente en cualquier sondeo que se publica, los ciudadanos mencionan de manera más bien periférica el tema de la corrupción, acaso porque los agobios del día a día, entre ellos las dificultades para subsistir con tanta carencia económica y con ausencia de seguridad, consumen la atención de la inmensa mayoría de los habitantes del país.
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Y no deja de tener lógica el asunto, puesto que por un lado hemos caído colectivamente en una especie de cínica actitud al aceptar que, como bien dijera aquel alemán que en una breve frase lapidaria perfiló la gestión pública en nuestro país, “en Guatemala no hay obra sin sobra”. Tanto así que no es raro encontrar argumentos como el de la tía de un ex Presidente que le aconsejó que robara, “pero no tanto”, o la de quienes se quejan porque nuestros actuales gobiernos roban sin hacer obra, no como los de antes que se hartaban con comisiones, pero dejaban obra terminada.
En otras palabras, a fuerza de porrazo hemos terminado por aceptar que la corrupción es parte ineludible del modelo de gestión que tenemos y en esa convicción terminan siendo aves raras quienes se oponen y cuestionan en vez de preocuparse por ver cómo se enchufan en el sistema para sacarle el máximo provecho al establecer jugosas alianzas con los funcionarios para vender, proveer o construir caro mediante el pago de los consabidos sobornos.
Sumado a eso que para la inmensa mayoría de la población guatemalteca, el día a día se convierte en una odisea que se complica desde las primeras horas por la ausencia de servicios básicos, escasez de alimentos, falta de transporte, riesgo de asaltos, ausencia de condiciones dignas en el desempeño del trabajo, no digamos la certeza de que se haga lo que se haga no se puede pasar de zope a gavilán porque el sistema no ofrece oportunidades más que a unos pocos. Así no podemos pretender que la población se ande ocupando de darle seguimiento a los cotidianos negocios que al final se muestran como inevitables.
Al final es como cuando se junta el hambre con las ganas de comer; no tenemos mecanismos de control y fiscalización, ni ciudadanía dispuesta a realizar auditorías sociales para exigir la transparencia, lo que coincide con una clase política y buena parte del empresariado que sienten que la gestión pública es la oportunidad para incrementar sus capitales en forma rápida y desmedida. El resultado es que el freno a la voracidad, que antes era el deseo de preservar la honra y el prestigio, vuela por los aires en este nuevo concepto del éxito, tanto político como empresarial, en el que ya no cuentan valores en desuso sino que únicamente termina siendo importante el rendimiento a la hora de hacer el corte de caja para ver cuál fue la utilidad.
Y así, sin que la corrupción nos preocupe, hacemos del país el arca abierta.