Al momento de escribir estos apuntes ya ha transcurrido la Navidad; pero su espíritu muchas veces melancólico, como el que suavemente me embarga hoy y que me motiva a recordar pasajes de mi pasado que seguramente no le interesa a la mayoría de mis contados lectores, lo que no impide que prevalezca en mí ese añorado deseo de retroceder en el tiempo y recordar a dos personas que dejaron honda huella en nuestras vidas con mi mujer.
Magnolia y yo tenemos ancestros mexicanos. Una etapa de su infancia avanzó en Ciudad Hidalgo, población chiapaneca adyacente al municipio de Ayutla, mientras que yo transitaba entre mi aldea El Carmen Frontera, la cabecera municipal de Malacatán, del lado guatemalteco, y Tuxtla Chico y Tapachula, en Chiapas, con parientes a ambos bordes del límite fronterizo.
Por extraños sucesos que acaecen en la vida, siendo Magnolia una guapa chica que no había cumplido la mayoría de edad, tuvo desavenencias con su madre. Convenimos que lo mejor sería que fuera a vivir temporalmente a la casa de la mía, mientras que yo proseguía mis estudios de Periodismo en la capital guatemalteca.
A un mes de ocurrido ese incidente, Mamá Limpa me envió un telegrama urgente para que yo me presentara en El Carmen. Partí de inmediato y al arribar a mi destino mi madre me dijo brevemente: -“¡Mijito, mañana te casás por lo civil!” ¡Quién sabe cómo el notario solucionó algunas dificultades legales!
Retorné a la capital y mi joven esposa se quedó en la aldea. A estas alturas Mamá Limpa había superado graves limitaciones económicas, porque, además de ejercer de maestra rural, había instalado una tienda y un comedor al que acudían empleados aduaneros, entre ellos don Florentín Ortiz, un hombre moreno, serio, amable, alto y bondadoso. Durante algunas semanas llegaba a acompañarlo su esposa, doña Cristy, sumamente sonriente, hacendosa, de baja estatura y pelo castaño y crespo.
Entabló amistad con mi mujer. Las tardes salían a caminar entre cafetales y guapinoles, con autorización de mi madre, o se sentaban a tomar café. Magnolia le confió a doña Cristy las causas por las que vivía en la casa de Mamá Limpa, quien le había tomado especial cariño. También le contó que su bisoño marido moraba en la capital en casa de huéspedes.
Doña Cristy y don Florentín pusieron a nuestra disposición una habitación y parte de la cocina y el comedor de su casa en la colonia Roosevelt; pero –enfatizaron: -“El problema es que no tenemos dónde colocar los muebles que ocupan ese cuarto”. Y nosotros sin petate en qué caer muertos, literalmente.
Mi novata esposa tomó sus pocas pertenencias y con algunos utensilios de cocina y comedor que mi madre adquirió en Tapachula emprendió el viaje a Guatemala juntamente con doña Cristy. Yo los esperaba en la zona 11 y de inmediato nos acomodamos en el aposento amueblado.
Llegó diciembre y los festejos de fin de año se aproximaban. Doña Cristy dispuso que con Magnolia desyerbaran los arriates del jardín, pintaran sus paredes e hicieran los preparativos para adornar la casa con motivos navideños.
Fue la primera Nochebuena que disfruté al lado de mi compañera de vida, al abrigo y protección del Altísimo y al cuidado y apego de don Florentín y doña Cristy, a quien mi mujer adoptó como su madre. Los recordamos siempre con entrañable amor, profunda gratitud y dulce nostalgia.