La carreta de bueyes


Ren-Arturo-Villegas-Lara

Cuando en el rastro municipal de Chiquimulilla, un caserón a la orilla del río Urayala, sacrificaban un buey, la gente se daba cuenta inmediatamente porque la carne era dura y ablandarla a puro fuego de leña era toda una proeza. La olla de presión no se había inventado.

René Arturo Villegas Lara


La semana anterior pasé frente a un jardín de esas casas en donde gustan adornarlos con cosas que ya pasaron de moda y lo primero que vi fue una carreta de bueyes, sin los bueyes, por supuesto, perfectamente conservada, incluyendo las ruedas salpicadas de estiércol seco.

Antes la carreta era el medio de transporte utilizado en el área rural, y a esta misma ciudad entraban  cargadas de carbón, de leña, de panela o de maíz para hacer las tortillas. Si no, que lo diga Miguel Ángel Asturias, que en su primer estampa de las Leyendas de Guatemala, pinta a la carreta que en el zaguán descargaba lo que necesitaran en las casas solariegas, por allí por la Parroquia.

Según me contaba mi abuela materna, cuando Chiquimulilla era un  pueblo aislado, sin carreteras para ningún lado de importancia, la única vía de comunicación era el Canal de Chiquimulilla, que se extiende desde cerca de la frontera con El Salvador hasta más allá del Puerto de San José. Entonces llegaba el tren y los barcos, descargaban las mercaderías frente al canal y los lanchones se encargaban de llevarla hasta el embarcadero del Papaturro y de allí a pura paciencia de carreta iban llegando al pueblo La Jarcia, los dulces, las telas, los machetes, las cumas, la cristalería, los tambos de leche, de puro aluminio, las lustrinas, los… todo lo que en la vida sencilla era necesario para llevarla bien y que el tiempo vino a complicarlo en mucho.

Mi abuela era propietaria de unas salinas en el lugar denominado El Agua Dulce, y la sal que producía año con año se la llevaban en carreta de bueyes. Tardaban dos días para llegar al pueblo, recorriendo un trayecto de veinte kilómetros.

Años antes, mi abuelo, un ciudadano mexicano, le estalló el corazón en plena producción de sal y me contaba mi abuela que el cadáver lo trajeron en carreta de bueyes, directamente al cementerio, aunque la descomposición no se había presentado, porque el cuerpo venía  bien untado de legía de sal.

Yo todavía disfruté del transitar despacioso de la carreta de bueyes y gozábamos subiéndonos con el permiso del conductor. No sabíamos mayor cosa de automóviles, salvo del viejo camión de don Rafael Garzaro, un Ford de 1930, que no tenía portezuelas en la cabina y que sonaba una bocina como de tren. Este señor tenía una larga barba que juró no quitársela hasta que le vendieran llantas de calidad. Daba miedo el señor barbudo que de repente aparecía manejando su camión entre los potreros porque no había carretera.

Pero, volviendo la nostalgia al tema de la carreta de bueyes, el conductor tenía que ser diestro para lograr que los bueyes le obedecieran, utilizando una larga vara de puntero, con la cual les puyaba las nalgas a los bueyes cuando se trataba de apurar el paso o subir una cuesta. Y este personaje maneja un lenguaje que los bueyes entendían. Recuerdo que si quería que la carreta retrocediera, le puyaba la frente a los bueyes y les decía: “ceja, ceja, ceja…”  Y la carreta retrocedía. Los bueyes eran nobles y obedientes y morían de viejos. Cuando pasaba el tiempo de las cosechas, el dueño los alquilaba para arar la tierra y eran más efectivos que los caballos mochos, que suelen brincar si se les cruza una culebra. No había una sola finca agrícola o ganadera que no tuviera su carreta de bueyes. Después vinieron las camionetas, los camiones, los tractores con todo y arado y la carreta de bueyes desapareció.

Sólo quedan las carretas, sin los bueyes, como adorno de casas, y los ejes de las ruedas,  hechos de puro Guayacán de oriente, adornan corredores de hoteles coloniales en la Antigua Guatemala. La gente de ahora ya  no puede disfrutar del placer de subirse y transitar en una carreta de bueyes. Así cambian las cosas y cambiarán más.