De Somoza a Ortega, ninguna diferencia


Oscar-Marroquin-2013

En 1936 un cuartelazo colocó al Jefe de la Guardia Nacional de Nicaragua, general Anastasio Somoza García, como gobernante de facto en lo que fue el inicio de una prolongadísima dictadura que no se terminó ni cuando Rigoberto López Pérez asesinó al viejo Tacho porque le sucedieron sus hijos Luis y Anastasio Somoza Debayle hasta que una intensa lucha encabezada por el Frente Sandinista puso fin a los 43 años de elecciones y reelecciones que garantizaban el absoluto control del país a los miembros de esa familia.

Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt


Daniel Ortega fue Comandante del Frente Sandinista y en esa calidad participó en la larga y sangrienta lucha por la democracia en Nicaragua. El pueblo se sumó a la causa porque reclamaba libertad, el derecho a elegir libremente a sus autoridades y el fin de una dictadura que empezó siendo personal y terminó siendo dinástica. La población encontró en el Frente Sandinista el instrumento para combatir la tiranía y el hartazgo popular hacia los Somoza le dio el empuje necesario a la revuelta para acabar con el modelo de represión y cooptación del Estado y de los bienes públicos para el beneficio de los gobernantes y de sus allegados.
 Pero el grueso de la insurrección no tuvo sesgo ideológico sino el afán de los nicaragüenses de terminar con la dictadura que manoseaba la Constitución para eternizar en el poder a la familia gobernante. La guerra fue sangrienta y dolorosa, pero valió la pena para terminar con la tiranía y es indiscutible la participación de los más diversos sectores porque fuera de los somocistas que recibían las prebendas y privilegios del poder, el resto de la población deseaba ponerle fin a esa anomalía histórica de una hegemonía como la que, con el apoyo de Estados Unidos, se mantuvo por tantos años. Célebre fue la expresión de Franklin Roosevelt cuando alguien le dijo que Somoza era un hijo de puta y respondió: “Puede serlo, pero es nuestro hijo de puta”, frase que explica el constante apoyo que Washington brindó no únicamente a los Somoza, sino a todos los gobiernos autoritarios y represivos de América Latina que jugaron el papel de perros falderos para defender las inversiones norteamericanas en la región.
 
 Viene a cuento todo lo anterior ahora que se informa que Daniel Ortega ha enviado a la Asamblea una iniciativa para reformar la Constitución de manera que se elimine la barrera legal que le impediría optar a un tercer mandato. El proyecto de Ortega permitiría, como en tiempos de Somoza, la reelección ilimitada con el agregado de que basta la mayoría simple para ganar las elecciones, lo que constituye una tremenda ventaja para el partido en el poder que tiene una base sólida con la afiliación sandinista, más el producto de los programas clientelares que han manejado con eficiencia.
 
 En nuestros países hay una tendencia clara a la no reelección porque la historia nos demuestra que la fragilidad de nuestras instituciones hace que cualquier gobernante que se postula para la reelección tiene los dados cargados y que tales comicios no son realmente elecciones, sino pantomimas para eternizar en el poder a los tiranos. Desde México hasta la Patagonia y desde Porfirio Díaz hasta Augusto Pinochet, los dictadores se eternizan en perjuicio de los pueblos y de la libertad.
 
 Si el sandinismo es un movimiento político fuerte y conveniente para los nicas, tiene que haber relevos, el surgimiento de nuevos cuadros que asuman la responsabilidad de dirigir la lucha por la justicia social. Pero la persistencia de Ortega y su esposa como única opción de un movimiento surgido en el sueño de crear un pueblo de hombres libres, plantea al orteguismo como un parangón perfecto con el somocismo y lo que representó para Nicaragua.