Acelerador a fondo, freno sostenido, se suelta el embrague y la pequeña bestia de motor suficientemente poderoso para cargar dos bandoleros sale disparada por las calles de la ciudad. El conductor debe haber estudiado el lugar de asalto, especialmente la ruta de escape que hará posible su huida en un mar de autos, buses y camiones. Salvo raras excepciones, el vehículo motorizado es una máquina que mueve la llanta trasera a partir de la combustión interna de un motor acoplado en el centro de un chasis.
La versatilidad, pues de esta máquina, es excepcional para sortear un mar de obstáculos, sea para los fines que sean. A veces la jornada es con un acompañante que facilitaba el trabajito, a veces hay que hacerlo solo, lo cual impone mayores cuidados porque hay que manipular la moto, el arma y la excitación que produce el hecho. Una mujer sola con vidrios claros en su auto, conduciendo lento por el tráfico de la hora pico, es el mejor escenario, es la garantía de un teléfono inteligente de última generación por el cual se pueden desembolsar fácil unos tres mil quetzales. Las primeras propuestas en la evolución de esta máquina se adjudican a Sylvester Howard Roper en la segunda parte del lejano siglo XIX; en aquella génesis, su invento era un motor de vapor con dos cilindros. Hoy las motos representan la alternativa para el transporte público, en ciudades masificadas. En Guatemala, se calcula que el enjambre de estos vehículos alcanza según cifras de la SAT, el 30% del parque vehicular total, eso significa que en poco tiempo alcanzarán la cifra del millón de motos pululando por las calles. Un golpe seco en el vidrio del conductor ocasionado por un hombre que parece más un ser de otro mundo, nos produce dos reacciones; una puede ser confusión, no comprendemos qué quiere ese ser extraño porque su irrupción revienta la burbuja en la que yacemos distraídos por las tribulaciones del trabajo, la familia, el consumismo o cualquier otra decadencia como la inseguridad, de la cual somos víctimas en ese preciso momento, cuando finalmente acertamos que el hombre con casco negro nos está asaltando. La otra reacción es la sorpresa inmediata del acto, a veces enfrentamos al malhechor negándonos a ser asaltados, no bajamos el vidrio para entregar el botín o huimos, otras veces le gritamos a pesar del riesgo de que nos pueda aniquilar en un segundo. En otras urbes como Bogotá, las motos solían conducir sicarios, personas que mataban por unos pesos al que se les indicara, aquí es por un celular. El acto es fulminante, una amenaza desbordada o pocos tiros y el rédito está asegurado. Convivimos en una lógica de selva en la que depredadores se comen a otros que son más vulnerables, la diferencia la impone un arma y un manto asegurado de impunidad. No alcanzamos la conciencia que todos somos víctimas, el malhechor en su motocicleta, el sicario en Bogotá, la mujer que muere porque no entrega el celular y el chico que asesta una bala en el cráneo de otro por un teléfono. No somos capaces de ver que hay un sistema que fracasa en humanizar pero es exitoso en acumular. Somos pequeños seres de una raza menor que ladra como los perros de Pavlov cuando se impone la orden del día. Chaleco naranja, chaleco negro, conducir solo por la derecha, números grandes que identifiquen al piloto, decretos de un gobierno central que no reconoce el poder municipal, todas medidas superficiales que no resuelven porque las verdaderas causas yacen profundamente en un sistema corrupto. Somos los pequeños peones que se matan en moto en un tablero de ajedrez de un juego perverso y global, en el que sus jugadores apuestan todo porque las piezas son intercambiables.