LUGARES SAGRADOS EN SAN JUAN DEL OBISPO


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Guatemala es una de las regiones más complejas de América Latina. En tan poco espacio geográfico se funden los más diversos nichos ecológicos y las relaciones sociales de mayor multiplicidad y dinamismo.

Celso A. Lara Figueroa

Debido a esas intrincadas relaciones entre naturaleza y sociedad, Guatemala es un auténtico envoltorio mágico, en donde la sacralidad de la vida completa, desde los rituales más profundos hasta los hechos cotidianos más sencillos, marcan y remarcan los pasos diarios del guatemalteco. 

Todo ello se debe a la especificidad de su historia y a sus propias y auténticas identidades culturales.  El siglo XVI y su componente hispánico constituyen, pues, ese fuego de estrellas que funden una sola vereda sideral: el crisol de lo sagrado, donde la intensa sacralidad del guatemalteco prehispánico hasta el guatemalteco de principios del siglo XXI se funden en una sola fragua, se hacen un solo leño que arde en la vía láctea de su identidad y le da cohesión, le da armonía, le da personalidad única e inconfundible.

En el seno de la cosmovisión indígena, los lugares se convierten en auténticos santuarios -en el sentido de Eliade y de Mauss-, en donde los mitos y los cultos específicos de los indígenas se vuelven ritos, es decir, se concretizan, se objetivan.  En estos cerros se llevan a cabo los ritos (“costumbres”) de los zahorines, “abogados” y aj qines.  Ellos son los que convierten el mito en rito y atan el fenómeno religioso con el mundo cotidiano: de ahí que los cerros y los lugares encantados sean evidentes cotos sagrados de la realidad maya contemporánea.
En cada comunidad existen diversos cerros en los que se concretiza la comunicación entre lo sagrado y lo profano. El caso de San Juan del Obispo, en Sacatepéquez, no es la excepción.
La importancia de los cerros radica en que, según las ancestrales creencias, en ellos habitan los espíritus protectores de la comunidad.  Según los sabios ancianos de la región, en los cerros crecen los árboles cuyas raíces llegan hasta el Corazón de la Tierra y hasta Xibalbá.  Es por eso que los Señores de los Cerros impiden que sean cortados sin ceremonias previas.  Además, en ellos nacen los ríos que portan el agua sagrada vertida por la abuela formadora. En el contexto de la religiosidad popular guatemalteca, persisten rasgos propios del mundo indígena con plena vigencia. 
En cada uno de ellos se realizan rituales específicos. En las cumbres de los cerros se realizan las ceremonias y ofrendas al cerro para tener no sólo buenas cosechas sino también la buena fortuna caiga siempre sobre la comunidad. 
Por su parte, para los antiguos, las aguas constituían un enigma fascinante, que lograba dar la vida y, si no se lograba propiciar adecuadamente, la muerte. Sin ella no existirían ni los campos ni los hombres, pero su exceso destruía todo a su paso. Por ello, las aguas eran consideradas como el símbolo por excelencia de la unión entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. De las divinidades del Cielo y del Inframundo. Muchos lugares fueron venerados por la presencia de sus aguas, como los lagos, lagunas, fuentes y nacimientos de ríos.
En las aguas se realizan todas las ceremonias y rituales destinados para cargar de fuerza y sacralidad (maná) a todos los sacerdotes mayas, guías espirituales y aj qines.
Los rituales, tanto para los cerros como para las aguas, implican que se ofrezca a los cuatro puntos cardinales pom y estoraque (resina de pino), velas y figuras de cera, así como plantas como la ruda, chilca, flor de muerto y otras plantas sacras. Los aj qines elevan sus oraciones al Corazón del Cielo y al Corazón de la Tierra en las cumbres de los cerros y en las aguas sagradas.
Una vez cargado el aj qin de esta sacralidad, ya es capaz de curar las enfermedades mágicas, tanto a la sociedad como a los individuos.
Entre los cerros sagrados de la antigua población kaqchikel se encuentra la cercana montaña de Carmona, en dirección a Santa María de Jesús y al noroeste del volcán de Agua. Por su dirección general de noroeste a sureste está orientada al sol. Varias son las corrientes que se originan en la montaña y que bajan por sus laderas; en especial las del oeste y norte, que son afluentes del río Pensativo y que hasta hace poco tiempo eran objeto de culto por los habitantes. Las cimas principales de la montaña se conocen con los nombres de  cerro de El Cucurucho (de 2,645 m de elevación), Sabana Grande (con 2,240 m), Monterrico (de 2,434 m), Las Minas (de 2,300 m) y Pachalí (2,296 m).
En cada  uno de ellos se ejecutan, y es probable que aún se realicen, todos los rituales propios para obtener las gracias divinas.
Otro de sus cerros, cargado de sacralidad, es El Portal, situado al noroeste de la cabecera departamental y al norte de Santa Catarina Barahona, que estaba unida a la comunidad de San Juan del Obispo hasta hace poco tiempo. En sus inmediaciones, se encuentra el sitio arqueológico del mismo nombre, cargado de simbolismo por los antiguos rituales llevados a cabo en sus edificaciones sagradas y que tuvo su mayor importancia en el Clásico Tardío (500 a 800 después de Cristo).
De igual manera ocurre con el cerro que dio cobijo a San Cristóbal el Alto que, con sus 1,840 m de elevación, fue cristianizado al erigirse sobre su mole un templo católico, como refirió Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán a finales del siglo XVII: “pequeño y abreviado lugar, es tal la amenidad de sus viviendas, que por cualquier parte que se mire es un jardín cubierto de variedad de flores de las de la antigua España y de esta Nueva, y de donde interesan para el adorno de los altares de Guatemala. Ofrece a la subida y la bajada de su eminente situación, por recreable y maravilloso objeto, la vista de las casas, plazas, calles y campiñas de la ciudad de Guatemala. Su iglesia es muy esmerada en adornos de altar y sacristía”.
Pero, sin lugar a dudas, el más sagrado de todos es el volcán de Agua, (de 3,765.96 m), que fue reconocido por los kaqchikeles, en el Memorial de Sololá, como lugar sagrado por excelencia: “dos veces anduvieron nuestros antepasados su camino, pasando entre los volcanes que se levantan en fila, el de Fuego y el Hunahpú. Allí se encontraron frente a frente con el espíritu del volcán” (Chuconol bolch nuyú Chi Gag chi Hunahpú). Al parecer su nombre en kaqchikel aludía a la vegetación que le revestía Uno Flor.
Mientras que, de San Cristóbal el Bajo, se extraía de la madre tierra la materia para la construcción de los edificios sagrados, especialmente los templos de la capital: “en estos terrenos se encuentra un hermoso peñasco de fino granito, de donde se supone que antiguamente se venía a extraer la piedra para labrar las piezas que adornan los edificios de La Antigua”.
De sus aguas sagradas, la más importante es el zanjón que baja desde las elevaciones del volcán de Agua y que ha demostrado, como lo hizo en 1541, que es preciso aplacar al agua para evitar destrucción y muerte.  Ese fatídico año, la ciudad de Santiago de Guatemala fue destruida por un torrente y se hizo necesario su traslado.
También queda recuerdo del sitio sagrado de San Gaspar Vivar, antigua población en la que se erigió un templo y del que quedan solamente los recuerdos de tiempos pasados.
Vivir en Guatemala es penetrar en un libro de maíz y trigo en el que los misterios indescifrables se vuelven reales, en donde las deidades conviven en plena libertad con los hombres, donde los hombres se hacen nahuales y los animales mágicos se convierten en serpientes emplumadas o señores de los cerros.
Aquí, la risa se vuelve lágrima tierna o celaje de mil iridiscencias y en sus veredas surge el color de sus hombres y mujeres, la música de los árboles y el canto de sus tejidos y cerámicas. Los lagos evocan historias increíbles. Los volcanes retoman el mito y los amaneceres envuelven la vida plena.