Durante muchos años fue cierta la creencia generalizada de que nuestros deportistas no alcanzan niveles competitivos por falta de suficiente apoyo del Estado, pero desde la vigencia de la Constitución de 1985 Guatemala ha inyectado enormes cantidades de dinero porque se estableció en el artículo 91 la asignación del 3 por ciento del presupuesto del ingresos ordinarios del Estado para el fomento y la promoción de la actividad deportiva. De ese porcentaje, la mitad va para el deporte federado y el resto se lo reparten entre el deporte escolar y el deporte no federado.
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Como ocurre con todo lo que tiene que ver con el manejo de fondos públicos, no hay una eficiente rendición de cuentas que nos permita hacer mediciones adecuadas del rendimiento que se ha obtenido de esa inversión tan significativa. Sin embargo, contra el viejo mito de que los atletas guatemaltecos no tenían capacidad para competir en el plano internacional por el mismo subdesarrollo físico propio de un pueblo con tan altos niveles de desnutrición, el caso de los marchistas se convierte en un ejemplo de lo que es posible obtener como consecuencia de un trabajo no sólo bien planificado, sino mejor ejecutado bajo la dirección de personas comprometidas y con conocimientos sobre la forma de entrenar de manera tal que se pueda aspirar a resultados de élite.
Lo que pasa es que en Guatemala en vez de invertir en los atletas, se gasta el dinero en los directivos y sus familiares. No puede olvidarse cuándo el dinero del Comité Olímpico se utilizó no para patrocinar el entrenamiento para deportistas sino para llevar a los juegos olímpicos a toda la parentela de los dirigentes ni cuando en viajes de los directivos del deporte se ha gastado más que en sueldos de entrenadores calificados.
La autonomía del deporte, consagrada también constitucionalmente, se ha convertido en patente de corso para que se enquiste en la dirigencia deportiva una casta que se va heredando los puestos y que se beneficia de posiciones que son “ad honorem”, pero que generan mucho dinero para beneficio y placer de quienes ocupan los puestos más importantes de cada una de las federaciones, de la Confederación y del Comité Olímpico nacional.
Careciendo, como carecemos, de una entidad capaz de hacer verdadera fiscalización del manejo de los fondos públicos, porque nuestra Contraloría apenas si sirve para taparle el ojo al macho, los dirigentes deportivos se encuentran en arca abierta porque nadie les pide cuentas y todos ellos se van convirtiendo en caciquitos de su propio feudo, ajenos a la menor posibilidad de rendirle cuentas a alguien.
Por supuesto que los manejos en el deporte con los aportes constitucionales no son distintos a los que ocurren en las municipalidades ni, en general, a los manejos que hay en todo el sector público que se ha corrompido hasta el tuétano. No hay razón para que en el deporte las cosas funcionen de manera distinta porque, lamentablemente, se ha institucionalizado de tal manera la corrupción que alcanza todos los ámbitos.
Ocasionalmente, sin embargo, se producen fenómenos individuales que sirven para borrar la idea de que somos un pueblo tan subdesarrollado que carecemos de aptitudes competitivas. Mucho más raro es cuando hay fenómenos más allá de lo individual, como está pasando ahora con el atletismo en general y la marcha en particular, porque ello sí confirma que el problema no es de atletas, sino de dirigentes avorazados y pícaros que se han alzado con el dinero de los aportes constitucionales, dilapidando ese dinero en viajes y jolgorios que nada tienen que ver con la promoción y fomento del deporte.