Se nos va la vida de las manos. Apenas nos damos cuenta. La vida es uno, dos, tres proyectos, solo. Los días no dan para más. Nacemos, crecemos, nos multiplicamos, trabajamos y morimos. No es difícil la síntesis. Todo es breve. Y, sin embargo, nos ufanamos en la ilusión de la infinitud, creyéndonos eternos.
¿Cuántos años de vida nos queda? Poco. Quizá diez o veinte. ¿Cuánto es eso? Nada. Vivimos con la espada de Damocles sobre nuestras cabezas. Y nos molesta el comentario del vecino. Lo creemos de carácter trascendente. ¿Qué significa esa crítica desde la perspectiva de la finitud? Un leve piquete de zancudo. ¿Por qué tomarlo con demasiada seriedad? Es el olvido.
Estamos inoculados por lo que nos provoca pérdida de la memoria. Entre más jóvenes su reacción es más poderosa. Vivimos anestesiados, padecemos el sueño ridículo de sentirnos perdurables. Por eso nos molestan tanto las contrariedades de la vida. Ese es nuestro empeño por la adulación.
Solo con los años comprendemos que la vida es un suspiro. Maduramos. Dejamos de tomarnos en serio y empezamos a ser sabios. Dormimos más, amamos mejor y aprendemos a negarnos. ¿La crítica? ¿Un juicio severo? ¿Frustraciones? Se aprende a surfear por la vida. Todo es tan temporal que enfurecerse es verdaderamente estúpido. La parca nos corrige la visión y estimula la voluntad.
No es resignación. Se trata de ajustes, equilibrios, realismo. Escribo de corregir la vanidad de la vida y valorar más sabiamente lo que se tiene. Es una conversión de vida. Pasar de la fatuidad a lo esencial. Transitar de lo artificial, las construcciones oníricas que nos afiebran, a lo natural, el reconocimiento de nuestra falibilidad.
Los sueños son ese aire vital que debe animar nuestras vidas. Pero debemos dar a nuestros pulmones oxígenos de calidad. Hay mucha polución en el ambiente. Y nunca nos contaminamos tanto como en la juventud. El joven es por definición arrogante por escasez de ese hálito vital. Pocas cosas son tan ridículas que las poses en ese período de inmadurez.
Solo el tiempo nos pone en nuestro sitio. Como regalo bajado del cielo, aprendemos a vivir. Percibimos el valor de disfrutar el tiempo, a olvidarnos de las ofensas, a sonreír más y a superar los baches de nuestras frustraciones. De pronto nos acordamos de las divinidades y nos volvemos religiosos. Renunciamos al estrés y meditamos como monjes. Hacemos el amor con menos prisa, mayor pasión y sentido del gusto.
Llegado ese momento, qué importa la brevedad de la existencia. Ya estamos preparados para la muerte porque finalmente hemos vivido.