Es difícil saber cuánto tiempo tenemos


Oscar-Clemente-Marroquin

Todos los analistas que opinan sobre nuestra realidad coinciden en que abundan los puntos de alta conflictividad social en el país y que se hacen pocos esfuerzos, si es que se hace alguno, para ir atajando el descontento que se genera por diversos aspectos de nuestra realidad en muy variados puntos de nuestra geografía. Es un hecho irrefutable que el nuestro es un pueblo pacífico, aguantador y llevadero que aún en las circunstancias más difíciles, le hace ganas y trata de seguir su vida sin meterse a muchas complicaciones.

Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt


Así hemos sido siempre, pero más luego de la ola de represión que se vivió durante los años de conflicto, cuando los padres de familia se preocupaban por advertir a sus hijos que no se metieran en babosadas para no correr riesgos, puesto que en esos días el que quería ser redentor, seguro que salía crucificado y no hacía falta más que dar gestos de solidaridad para que le aplicaran a cualquiera la guadaña.
 
 Pero si nos atenemos a nuestra historia, también podemos ver que ese mismo pueblo aguantador, indiferente, llevadero y poco aguerrido, ha tenido cíclicamente arranques de macho viejo y así lo vimos en 1920 cuando el Unionismo sirvió para aglutinar un importante movimiento cívico en contra de la dictadura de Estrada Cabrera y posteriormente en 1944, cuando se produjo ese fenómeno que Manuel Galich describe tan gráficamente en su libro “Del Pánico al Ataque”, en el que se explica cómo fue que una población que había estado con la cabeza gacha durante casi 14 años de gobierno ubiquista, de pronto se convierte en un ejemplo de valor y civismo para acabar con la tiranía.
 
 Es casi imposible determinar cuál fue la chispa que encendió la mecha en esos movimientos porque lo que conocemos del Acta de los Tres Dobleces o el Memorial de los 311 fue la culminación de un sordo despertar de importantes sectores de la población. Lo que sí podemos decir es que en ambos casos se trató básicamente de convulsiones de clase media urbana abanderada por estudiantes universitarios y líderes nacionales de prestigio, que contaron con el concurso de los incipientes y desorganizados movimientos obreros y populares.
 
 Ahora, en cambio, mucha de la conflictividad que se observa es en el área rural y con actores totalmente distintos porque se trata de indígenas que en aquellos tiempos de la primera mitad del siglo pasado no tenían derecho a alzar la voz ni siquiera para protestar por que los mandaban a trabajar en la construcción de carreteras como si fueran esclavos.
 
 En opinión de algunos sectores, hay influencias extrañas en esos focos de conflictividad, lo cual se piensa muy fácilmente porque en el fondo todavía se mantienen los resabios de aquella vieja idea de total descalificación de nuestro pueblo al punto de pensar que si algo alegan es porque los están manipulando.
 
 El caso, sin embargo, es que hay coincidencia en que la conflictividad social está a flor de piel y lo que tenemos que saber es cuánto tiempo tenemos para atender las demandas, para aplacar el descontento y evitar confrontaciones. Lo probado es que tenemos un sistema nacional de diálogo que es totalmente inútil porque no tiene ni siquiera la claridad para entender su papel, mucho menos el poder para influir en la toma de decisiones.
 
 Y de alguna manera los centros de poder apuestan a que la paciencia, indiferencia y aguante del pueblo, que son proverbiales, son una especie de garantía para vivir en paz. Yo no estoy tan seguro de que dispongamos de mucho tiempo y creo que el liderazgo nacional debiera entender la situación para actuar en busca de soluciones.