Está oscuro. El sol no se levanta, pero ya salieron muchos niños a esperar el bus del colegio. Llevan mochilitas y loncheras. Van alegres… pero medio dormidos, todavía. Las mamás salen a acompañarlos. La gente joven corre por las calles… los mayores de edad, caminamos. Hay un código de educación entre todos, nos saludamos con un: –buenos días, muy mañanero.
Y una sonrisa: –siga adelante; lo felicito, complace verlo así.
Apresurado, camino frente al parquecito de donde sale un hombre joven, musculoso: es el nuevo vendedor de drogas. Ha pasado toda la noche atendiendo a su clientela que heredó de su tío, quien murió de cirrosis hace poco. Era relativamente joven, y terminó sus días como piltrafa humana. Consumido, de tanto consumir. Seguramente, al nuevo dealer le sucederá lo mismo, si no lo mata –antes– otro pandillero por arrebatarle “su” territorio. Drogas a la carta en todos los parques de barrios y colonias.
Sigo caminando, el sol se empieza a levantar. A mi lado, pasa el panadero, en su vieja bicicleta con gran canasto, dejando producto calientito para la tienda de la esquina. En la puerta está ya una fila de obreros, esperando que abran para comprar su “Spur” bien fría y una tira completa del pan blanco, el más barato… para rellenar el estómago. Un perro mugriento mueve la cola, comiendo migas, con felicidad inusitada y agradecimiento eterno.
Pasa un joven atleta a velocidad impresionante, escuchando su i-Pod. Ni me mira, concentrado en su rutina de lunes a viernes. Veo allá lejos a la señora hermosa, que se le desvencijó el portón de la casa de sus padres; siempre puntual en la hora del ejercicio. Temprano, corre, corre por su vida. Va haciendo ejercicios, ganando salud todos los días. Por eso se mantiene bella y luce bien: ha sido la disciplina su compañera.
El sol nos alcanza con sus primeros colores de felicidad. El cielo se empieza a cubrir de un gris-violeta, que se funde rápidamente con luces rosadas, doradas. En segundos, aparece la luz y la estridente música de los pájaros inunda al universo, despertando de un solo golpe celestial. De la madre tierra, emerge un aroma peculiar: algo misterioso, por unos segundos, se propaga por todos los rincones. Una deliciosa humedad propia de este momento mágico. Inigualable.
Los buses amarillos irrumpen por las calles, dejando su apestoso humo de diesel, como estela ingrata de in-civilización. Los niños se suben, las madres les dicen adiós, sonriendo. Sus rostros se van poniendo tristes, empieza el trayecto de un par de horas hasta llegar al colegio, como personajes congelados, entumecidos viendo la ventana, zigzagueando toda la ciudad. Horas y horas en esos armatostes, comprados baratos de segunda o tercera mano, en lejana ciudad norteña. Contagiosas risas y voceos infantiles envuelven el viaje. La alegría de un nuevo día se manifiesta en sus ojos inquietos, aunque cansados de tanto ir y venir en estas camionetas incómodas. Pero la violencia ha hecho necesario que centenares de buses no salgan a trabajar.
Camino sintiendo cada sístole, cada diástole, bombeando energía a todo mi cuerpo, percibiendo la viva sensación de estar respirando junto al planeta, en esta bella tierra. Numerosos caminantes y corredores me acompañan en esta sana actividad matutina, casi de madrugada, esperando los primeros rayos de luz, cada nueva jornada saturada de esperanza.
Pronto las calles se convertirán en peligrosas para los deportistas caminantes, pues el desenfreno de automovilistas, no ceja. Hasta camiones de basura los acosan. A esta hora solo los muy madrugadores nos levantamos para inhalar el aún aire puro; más tarde es una sensación de aprieto al aspirar, pues la contaminación no permite caminata ni carrera con tranquilidad. Los deportistas lo saben, por eso se levantan antes de que salga el sol y que empiece la locura citadina.