El problema en el que está metida más de la mitad de la humanidad consiste en creer que todo está permitido. Con esa filosofía de vida, muchos no quieren abstenerse de nada y viven exclusivamente para consumir lo que está a la mano. Así, el ícono de hombre exitoso está en relación con el que vive de manera acomodada, desinteresado de lo que pasa en el mundo y disfrutando indiferente de los bienes a su alcance.
Con esto es difícil predicar el sacrificio y la disciplina. La vida ascética le parece anticuada y normalmente no entiende ni la palabra. El sujeto posmoderno lo quiere todo fácil: aprender inglés en siete días, adelgazar tomando pastillas y fortalecer sus músculos acostado con un aparato vibrador encima. Es el triunfo del epicureísmo sobre el alma del hombre contemporáneo.
Esa filosofía es la que frustra a media humanidad. Castigado por el destino al nacer en una familia de exiguos recursos, se queja contra el cielo, protesta y llora. Aborrece la maldición eterna, la mala estrella del día de su alumbramiento, la estúpida decisión de sus padres y la calamidad histórica del contexto perverso. El sujeto es un miserable con un sentimiento profundo de ser distinto.
Baboso, arrastrado por el estiércol, lo intentará todo por ser alguien: venderá a su madre, hará negocios ilícitos y escupirá al cielo si es necesario. El camino de los atajos es la vía de los inteligentes (se lo cree). En poco tiempo se convierte en narcotraficante, político o pastor. Da lo mismo, la idea es medrar, demostrar al mundo que no es un condenado y que la masa gris le sirve de algo.
Pedirá diezmos, traficará con armas, venderá objetos inservibles. Hará trucos y será mañoso. Intentará demostrar, eso sí, una moral de altos quilates. Se espantará de las relaciones prematrimoniales de su hija y sentirá vergüenza por su hijo homosexual. Esas cosas riñen con la voluntad de Dios, a quien dice amar y servir como el que más. Incluso hablará frecuentemente de Jehová y asistirá puntualmente a la iglesia llamando “hermano” al feligrés con que se encuentra en la puerta.
Enviará a sus hijos a una universidad privada y compartirá la idea de que es posible salir de la mierda de la vida: solo es cuestión de actitud, repetirá. Incluso citará filósofos para él, sabios, Hayek, Popper, Mises. Se sentirá “cool” diciendo palabras en inglés y compartiendo sus viajes a los Estados Unidos y Europa: vivimos en la era de la globalización dirá con cara de inteligente.
Como ve, la vida posmoderna es eso: una búsqueda demencial por ser alguien y conseguirlo a toda costa. Una vez llegado al pináculo del éxito hay que demostrarlo. Quienes no lo logran, son (o somos) una partida de fracasados, parásitos vividores que no merecemos vivir. Eso reclaman los hombres de éxito: nuestra desaparición. Darwin tenía razón, insisten.