Relato ilustra trauma de soldados de EE. UU. en Irak


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Tenía talento para aliviar a los soldados que acababan de ver a sus camaradas despedazados por una bomba. Sabía darles consuelo a los médicos militares nauseabundos por el olor de la sangre, y a los militares traumatizados por los gritos de niños iraquíes devorados por las llamas.

SHARON COHEN Agencia AP

El capitán Peter Linnerooth era un psicólogo del ejército. Trató a soldados en medio de las más cruentas batallas en Irak. Cientos de cientos de jóvenes uniformados acudían a él, quejándose de pesadillas, de insomnio, de trauma, de depresión. Algunos le confesaban que querían ponerle fin a sus vidas.

Linnerooth era tan talentoso para ayudar a los demás que sus camaradas le apodaban «El Mago». Pero su «magia» era algo simple: su simpatía, su generosidad, su espíritu de solidaridad.

Por un año, durante una de las épocas más sangrientas de la guerra de Irak, Linnerooth atendía a soldados por 60, 70 horas por semana. En ocasiones  abordaba helicópteros para estar con ellos, o se incorporaba a las caravanas, arriesgándose a caer víctima de metrallas o bombas. Lo más común, sin embargo, era que atendiera a los soldados que recurrían a él en su diminuta oficina en el Campamento Libertad de Bagdad.

Allí los soldados encontraban a un hombre de voz áspera y anchos hombros que le gustaba escuchar rock pesado como Motorhead y Iron Maiden, era afín a las vulgaridades y fumaba cigarrillos.

Linnerooth sabía cuando ser amigote y cuando ser el oficial profesional. A veces podía ser duro, incluso tosco, pero tenía una faceta noble, era un hábil cuentacuentos, un padre orgulloso que colgaba las fotos y dibujos de sus hijos en su habitación. Las zapatillas que usó su hijita recién nacida, las llevaba en su mochila como amuleto de buena suerte.

Linnerooth salió de Irak en el 2007, unos meses antes de que concluyera su misión de 15 meses. No aguantaba más, había escuchado demasiados relatos horripilantes, había visto demasiada muerte y destrucción.

Consiguió trabajo como profesor universitario en Minnesota, luego como psicólogo de veteranos de guerra en California y Nevada. Mucho había ayudado a los jóvenes combatientes, pero en su opinión no había hecho todo lo que podía. Le preocupaba la cantidad de militares que se suicidaban, que se sentían frustrados por su profesión. Sufría de síndrome de estrés postraumático, depresión, enojo. Se tragó una sobredosis de píldoras. Se divorció y se volvió a casar. Hizo grandes esfuerzos para poner orden en su vida. Pero no pudo.

Cuando se acercaba un nuevo año, Pete Linnerooth, militar condecorado, compañero apreciado, padre cariñoso, se quitó la vida con su pistola. Tenía 42 años de edad. Uno de sus mejores amigos lo calificó como el hombre que podía ayudar a todo el mundo, menos a sí mismo.

La gustaba bromear comparándose con un explorador perdido en un rincón inhóspito de la Tierra. Su mejor amigo, Brock McNabb, recuerda cómo reían y se comparaban a Ernest Shackleton, cuyo buque Endurance zozobró en la Antártida a comienzos del siglo XX. La tripulación terminó montada en un témpano de hielo, luchando por sobrevivir.

Los amigos, por supuesto, estaban en el calor del desierto, pero para ellos la comparación era válida: Se trataba de una misión imposible — Linnerooth y dos colegas estaban a cargo de la salud mental de miles de militares — y en ambos casos los integrantes del equipo de apoyaban entre sí. «Aquí no iba a venir la caballería al rescate», explica McNabb. «Nosotros mismos éramos la caballería, no había relevo».

McNabb y un tercer soldado, Travis Landchild, conformaban la camada a cargo de los asuntos psiquiátricos de la Segunda Brigada de Combate de la Primera División de Infantería, apostada en la zona de Bagdad. Allí estaban cuando Estados Unidos decidió enviar refuerzos, cuando aumentaron los ataques con cohetes y cuando aumentó la cifra de muertes.

Landchild dice que decidieron ponerse el apodo de «El trípode maltrecho» porque cuando una pata se dañaba, las otros sostenían al taburete, es decir, cuando uno de ellos se sentía mal, «los otros lo ayudaban y lo apoyaban».

Unos meses después de iniciada la misión, dice McNabb, él y Linnerooth — con el visto bueno de los médicos de la base — comenzaron a tomar antidepresivos. «Linnerooth necesita ayuda de medicamentos, y en realidad todos los necesitábamos».
Trabajaban sin parar, de día y de noche. Escuchaban los pesares de sus camaradas, a veces con tanto ahínco que tenían pesadillas.

Ayudaban a todo tipo de soldado y combatiente. Soldados que habían visto su vehículo estallando frente a sus narices, médicos que habían tenido que practicar amputaciones, mujeres que habían sido violadas. Soldados sufriendo de paranoia, de trastorno bipolar, ansiedad. Uno de ellos se orinaba en la cama. Otros debían estar acompañados todo el tiempo porque deseaban suicidarse.

«Allí la gente estaba mal, muy mal… mucha miseria y por supuesto que te afecta», sostuvo McNabb.

Linnerooth — el único de los tres que era psicólogo profesional — se sentía frustrado porque, según decía, el ejército no le daba suficiente importancia a los problemas de salud mental de los soldados en combate, dice McNabb. A veces se sentía impotente, pues atendía a soldados pero se veía obligado a dejar que vuelvan al campo de batalla, aun sabiendo que allí volverían a quedar traumatizados.

«Era como poner una curita sobre una herida bala», sostiene McNabb. «Era como decirle al soldado ‘está bien, esta noche podrás dormir pero te faltan siete meses de misión»’.
Durante aproximadamente la mitad de su despliegue, el despacho de Linnerooth era un tráiler de unos 4 metros cuadrados. Hacía sonar música de rock pesado — prohibió colocar los Beatles o Pink Floyd — porque así se refugiaba de los problemas de la unidad. Colgaba una sábana en medio del espacio para darse un poco de privacidad.

Linnerooth le daba esperanzas a los desesperanzados, siempre tenía una forma de alentar, de dar ánimo. Convertía tragedias en momentos de catarsis: Cuando un pelotón perdía a un soldado, recomendaba a la tropa que escribiera cartas a los hijos del camarada caído, con anécdotas reconfortantes.

Empleaba la irreverencia para dar consuelo: Cuando un grupo de militares se expresó aturdido porque una bomba que era destinada para ellos segó la vida de un grupo de niñas, se reunió con ellos en una capilla y dio un discurso salpicado de vulgaridades, convencido de que a Dios no le importará el uso de ese lenguaje bajo las circunstancias.

«Por supuesto que es horripilante», dijo Linnerooth, citado por McNabb. «Por supuesto que hay malvados por allá… Ustedes son soldados valientes, nadie puede hacer lo que ustedes están haciendo».

Sin embargo, Linnerooth no sólo se encargaba de problemas psicológicos sino que cuando llegaban los heridos allí estaba también, poniendo vendas, colocando sondas intravenosas, atendiendo a los necesitados.

A veces, en conversaciones con familiares, daba insinuaciones de los horrores que había presenciado, pero sin dar detalles. Una vez, por ejemplo, mencionó que se había tapado el desagüe del hospital de campaña, y los soldados debían caminar entre charcos de sangre. Otra vez mencionó cómo presenció la muerte lenta de niños iraquíes.

Sí dio detalles, en un ensayo. En una prosa explícita pero a la vez tierna, describió como una mujer soldado había sido traída al hospital con heridas mortales. Su vehículo Humvee había sido alcanzado por un proyectil cuando había sido enviada en una misión de rescate.

«Yo estaba de pie, al lado de su cabeza y por el amor de Dios, lo único que se me ocurría era arreglarle el cabello», escribió.

«El estallido le había cortado la pierna, penetrado el abdomen, pero ¡le había descolocado el cabello! Por alguna razón fue en eso en lo que me fijé y ansiaba arreglárselo, como se lo hago a mis niños. Era rojo, enrollado, medio alborotado, y estaba despeinado. Miré a mi alrededor para ver si alguien se fijaba. Demonios, yo no sé qué hacer en ese infierno de sufrimiento humano, no es mi trabajo. Mi trabajo es lo fácil, como la paranoia, los problemas de personalidad, los desesperanzados. Y a mí lo único que se me ocurría era peinarla, quizás arreglarla para su viaje al más allá. Pero nunca lo hice, y me arrepiento hasta hoy».

Pero aunque el trabajo de Linnerooth era dar consuelo a los demás, el que necesitaba ayuda era él. Ray Nixon, quien era un médico de campaña en Irak en ese entonces, recuerda la angustia que le causaba tomar las decisiones de enviar a los soldados a misiones en que podían perder la vida, y recuerda que habló con Linnerooth al respecto.

«Pete me decía siempre, ‘Estás haciendo lo mejor que puedes, estás bien entrenado»’, recuerda Nixon. «Siempre me hacía sentir mejor. Sabía exactamente qué hacer, exactamente cómo orientarte, pero no era tan bueno para cuidarse a sí mismo. Cuando tenía algún problema, cuando se sentía abrumado, en vez de pedir ayuda, se encerraba en su habitación y trataba de resolverlo solo».

Linnerooth siempre fue así. Su madre, Gayle McMullen, quien lo adoptó cuando tenía nueve semanas y medio, recuerda al chico simpático que adoraba a los animales, hablaba como una cotorra a los 18 meses y era sumamente sensible. Cuando estaba molesto, se quedaba callado. «Era obvio que algo le molestaba, pero se lo mantenía por dentro», dice la madre.

En Irak, Linnerooth no participaba mucho en eventos sociales, pues consideraba que cualquier persona podía llegar a ser su paciente y por lo tanto no era bueno ser amigo. Sus camaradas lo dejaban tranquilo, pero se percataban de que él salía de su malestar.

Un año después de llegar a Irak, dijo McNabb, Linnerooth entró en el consultorio de un médico y exclamó: «No aguanto más, es demasiado, ¿cuánto más sufrimiento tendrán que soportar estos muchachos?»

El médico, relata McNabb, le preguntó a Linnerooth si sentía deseos de hacerse daño. Linnerooth respondió que no estaba seguro. Cuando salía de Irak, Linnerooth le confesó a McNabb que le entristecía tener que dejar a sus camaradas. Ellos tenían otro punto de vista.

«No sabíamos si alguno de nosotros iba a salir vivo de allí, cuando uno está en la guerra, nunca se sabe», dice Landchild. «Sólo queríamos que por lo menos uno de nosotros saliera vivo de allí. Claro que Linnerooth está maltrecho y tiene que recuperarse, pero por lo menos salió vivo».

Linnerooth había cambiado, y su familia se percató de ello cuando se reencontraron con él en Schweinfurt, Alemania. «Regresó apesadumbrado», relata su hermana menor, Mary Linnerooth González. «Estaba decepcionado de que no pudo afectar la situación, se sentía derrotado».

Amy, quien era entonces la esposa de Linnerooth — se conocieron de adolescentes en Rochester, Minnesota — dice que tuvieron problemas en reanudar sus vidas. Linnerooth nunca habló de lo que presenció, ni cuando estaba en Irak ni cuando volvió.

«Creo que él erigió como una muralla psicológica alrededor de sí», dijo la esposa. «Una vez le pregunté por qué hacía eso, y me respondió que si dejaba escapar sus sentimientos, sería como un dique que resquebraja, y que de allí todo se vendría abajo sin control».

Hubo insinuaciones tempranas de que algo no andaba bien, confiesa Amy, por ejemplo, cuando él hacía bromas sobre el suicidio. En ese entonces, dice ella, no le dio importancia, pensando que se trataba simplemente de su mordaz sentido del humor.

En el 2008, después de estar seis años en el ejército, Linnerooth fue dado de baja y regresó a la vida de civil. Retornó al mundo académico, donde había prosperado antes. Era el tipo de estudiante que los profesores elogian durante años, calificándolo de «brillante» y «fantástico».

Patrick Friman, quien estaba a cargo de la disertación doctoral de Linnerooth en la Universidad de Nevada-Reno, recuerda el día en que su estudiante lo acompañó para un entrenamiento en una clínica. Recibieron a una madre que había traído a su hijita de 3 años: la chiquilla se negaba a dormir en su cama, no iba al baño por su propia cuenta y se rebelaba contra lo que le pedía la madre.

Se hizo evidente que Linnerooth, a pesar de ser el estudiante, sabía manejar la situación mejor que el profesor. «Quedé impresionado de cómo él comprendió el problema, supo la solución y cómo llegar a ella», comentó Friman. «La madre lo escuchaba con suma atención, estaba ansiosa por regresar a su casa y poner en práctica los consejos de Linnerooth».

Linnerooth le había aconsejado a la madre imponerle a la hija una hora estricta para irse a dormir, mostrarle cariño cuando se portara bien y realizar otros ajustes. Los consejos dieron resultado. «Él quería aprender a ayudar a los niños y tenía un talento natural para ello», expresó Friman.

Linnerooth también había dejado buena impresión en la Universidad Estatal de Minnesota-Mankato, donde había obtenido su maestría. El profesor Daniel Houlihan, quien fue su asesor académico, recuerda a un escritor muy talentoso quien incluso vaticinó que la guerra en Irak desembocaría en una altísima tasa de suicidios entre los militares.

Allí Linnerooth fue contratado para dar cursos de psicología en el 2008. Pero aún estaba sensible por toda la violencia y carnicería que presenció en Irak, y le molestaban los jóvenes que se quejaban de detalles superficiales. Acababa de regresar de un lugar donde los jóvenes tenían que luchar por mantenerse con vida.

Comenzó a faltar a las reuniones. Parecía paranoico, se la pasaba en su oficina destruyendo documentos, recuerda Houlihan. Jeffrey Buchanan, otro profesor de Mankato que había sido amigo de Linnerooth y su esposa desde que hicieron el posgrado juntos, afirma que su compañero había cambiado. «Parecía que se cuestionaba todas las decisiones que tomaba», comentó.

Dentro de la familia las cosas también iban mal. Amy Linnerooth dice que fueron a un psicólogo de parejas.

Su esposo parecía ser dos personas a la vez, expresó. «Un momento era el Pete que todos conocíamos, y enseguida ocurría algo y perdía el control», recuerda la esposa. «Una vez le dije ‘Quiero pasar desapercibida, no quiero molestarte’. Alrededor de él había que andar con cuidado».

A comienzos del 2009, la depresión de Linnerooth había empeorado tanto que intentó suicidarse con una sobredosis de píldoras. Su amigo McNabb lo llamó por teléfono.

«¡Por Dios, amigo, eres tan tonto que ni siquiera sabes suicidarte!», le bromeó McNabb, arrancándole risas a Linnerooth. Pero Linnerooth le confesó: «Odio mi vida, me la paso peleando con mi esposa, quiero tener una vida normal, estoy harto de todo esto».

Amy Linnerooth dice que su esposo se arrepintió de su intento de suicidio y «pensaba que fue algo realmente estúpido, hacernos eso a mí y a los niños». Su esposo prometió que nunca volvería a hacerse daño.

Para fines del 2009, sin embargo, su matrimonio estaba en las últimas y su empleo estaba en riesgo. Houlihan, su colega, fue a hablar con él. «Esto simplemente no está funcionando», le dijo, «tenemos que hallar la manera de rescatar tu carrera».

Houlihan pensaba que Linnerooth se pondría a la defensiva. En lugar de ello, parecía aliviado. La universidad le dio a Linnerooth un permiso y él intentó comenzar una nueva vida.

McNabb había invitado a su amigo que trabajara con él en el Centro de Veteranos de Guerra del Condado de Santa Cruz, en California.

Cuando llegó lucía terrible, pero en poco tiempo perdió 23 kilos (50 libras) y se afeitó la barba. Se mudó a una casa frente a donde vivía McNabb. Pasaron varias noches tomando cerveza y charlando.

Linnerooth estaba contento allá pero su separación de su esposa y sus hijos, y el proceso legal del divorcio, lo tenían deprimido. Aun así siguió siendo un padre responsable y cariñoso. Con frecuencia visitaba a la familia en Minnesota y cuando estaba en California llamaba a sus hijos — Jack, de 9 años y Whitney, de 6 — cada noche. Le leía cuentos a su hijo y a su hija le dibujaba una serie en que figuraba una araña llamada Gigerenzer. Usaba el programa de computadora Skype para ver a sus hijos.

Linnerooth también se sentía útil al trabajar con los veteranos de guerra para ayudarles a ajustarse a la vida civil. Dio conferencias sobre los traumas psicológicos que deja la guerra. Con McNabb, dio un curso sobre cómo prevenir los suicidios, aun cuando él mismo estaba recibiendo tratamiento por el trastorno de estrés postraumático.

Se volvió un crítico público sobre la manera en que las fuerzas armadas trataban a los psicólogos militares, dando declaraciones al New York Times y a la revista Time, a la que le comentó en el 2010 que «el ejército ha sido negligente en lo criminal» por no tener suficientes psicólogos para ayudar a los veteranos de guerra, lo que coloca una carga enorme sobre los hombros de los psicólogos en la nómina.

Se sumó a Bret Moore, otro psicólogo del ejército al que había conocido antes de ir a Irak, para redactar un estudio sobre el estrés que conlleva el cargo de psicólogo militar. «El quería escribirlo y que el mundo se entere», dijo Moore. «Para él era algo terapéutico… se dedicó de lleno a eso».

Por esa época Linnerooth parecía contento, contándole a Moore sobre su relación con Melanie Walsh, una trabajadora social. Ellos se habían conocido una década antes, cuando ella era una asistente académica en la universidad de Reno. Se casaron en julio del 2011 y Moore fue invitado a la boda en Lake Tahoe.

A medida que pasaban los meses, sin embargo, Linnerooth se quejaba de problemas en su nuevo matrimonio. Además, estaba retrasado en el proyecto sobre el estrés de los psicólogos.

Moore dice que eventualmente editó el trabajo de Linnerooth para hacerlo más académico y menos emotivo. «Al leerlo, se veía en la página que él estaba molesto», comentó, destacando que era un reflejo tanto de las opiniones profesionales de Linnerooth sobre el ejército como de sus emociones en ese momento. El estudio fue publicado en el 2011 en la publicación de la Asociación de Psicólogos de Estados Unidos.

Linnerooth se mudó a Reno para vivir con su nueva esposa. Allí fue contratado por el Departamento de Asuntos de Veteranos de Guerra para ayudar a los veteranos que sufrían de estrés postraumático y de drogadicción.
Pero había un obstáculo. Se aproximaba el plazo para obtener una licencia estatal, un requisito del departamento de veteranos.

McNabb le animó a Linnerooth a tomar la prueba, pero no lo hizo, ya sea porque estaba demasiado deprimido o por cualquier otra razón. Fue despedido por la agencia de veteranos. (En un comunicado reciente, la agencia dijo que se vio obligada a dejarlo ir debido a la falta de licencia, pero que estaba dispuesta a volverlo a contratar si él rellenaba los requisitos).

«Se sintió traicionado», dijo su viuda. «Después de eso fue empeorando, y fue empeorando rápidamente». «Eso le quebró el alma, dijo su hermana. «Se sintió decepcionado por el sistema». «A pesar de que era una persona relativamente fuerte, era una decepción tras otra, no tenía respiro», dijo Moore.

A mediados del año pasado, Linnerooth regresó a Minnesota para poder ver a sus hijos, aunque una vez viajó a California, para una ocasión festiva: el nacimiento de su hijo David.
Frecuentemente hablaba con su amigo McNabb y parecía optimista, considerando cambiarse de carrera. Pero a la vez guardó cierta distancia, y a muchos ex colegas de la universidad no les comentó que había regresado.

Linnerooth asistió a una gran cantidad de eventos familiares durante las festividades navideñas: Le envió a su madre un mensaje de texto agradeciéndole por los regalos que les envió a los niños, viajó al oeste para ver a su bebé y envió las fotos del pequeño, disfrazados de mounstrito verde, a su hermana Mary. El primero de enero, pasó el día contento con su hijo Jack, y planeaba otra visita a David.

Sin embargo, al día siguiente, según su amigo McNabb, una pelea con su esposa, el alcohol y una pistola cargada resultaron ser una combinación fatal.

Dejó una carta con instrucciones, pero sin explicar por qué decidió quitarse la vida.
«Que quede escrito: Pete Linnerooth no quería morir», dice McNabb. «Simplemente quería que cese la pena, y hay una gran diferencia». Para todos los que le amaban, para todos los que vieron lo mejor y lo peor de él, su fallecimiento dejó una gran tristeza.

«Él era de los que no quería molestar a los demás», dice su viuda. «Quería ayudar a los demás. No conozco a nadie que supiera cómo dar consuelo a otros… Era generoso, era sincero, cariñoso, paciente. Es una tremenda tragedia. Él tenía ese talento, realmente quería ayudar a los demás, pero ahora se ha ido».

Familiares, amigos y otros seres queridos se reunieron en un fío día de invierno en Minnesota para despedirse de él.
La noche antes, sus camaradas del ejército se reencontraron, viniendo desde distintos puntos del país y bebieron en su honor. Compartieron anécdotas de su extinto amigo, alrededor de una mesa en la que colocaron una camisa adornada con el logotipo del grupo de rock Motorhead.

Más tarde en la habitación de hotel, McNabb reflexionaba sobre cómo dejarle un legado para los hijos de su amigo, algún objeto o monumento que les dé serenidad y que les haga orgullosos de su padre. Pero la lápida sólo podía contener 30 letras. ¿Cómo expresar la importancia de una vida entera en tan pocas palabras?

McNabb entonces recordó una frase que Linnerooth le dijo: «Quizás estamos aquí para cumplir una sola misión grande, y luego se acaba todo». Ello le dio una idea.

Al día siguiente, bajo un cielo plomizo y gélidas temperaturas, el capitán del ejército Peter J.N. Linnerooth fue sepultado con honores militares. McNabb le entregó a Jack, el hijo de Linnerooth, la condecoración de guerra que recibió su padre, y le dijo: «Nunca olvides que tu padre estaba muy orgulloso de tí».

Una vez que se dispersaron los asistentes al funeral, un puñado de ex camaradas del ejército regresaron a la lápida mientras el sol se perdía en el horizonte.
McNabb apoyó un brazo en la piedra sin nombre, y se dirigió a su fallecido amigo con una leve sonrisa: «La próxima vez que nos veamos me vas a brindar las cervezas».

Dio un vistazo a las tumbas alrededor, y le mencionó algunos nombres a su amigo, diciéndole que serán ellos ahora sus vecinos. «Ahora toda esta gente te apreciará para toda la eternidad», expresó. Unos días después, fue instalada la lápida con la inscripción.
Tiene el nombre de Peter Linnerooth, su rango militar y estas palabras: A MUCHOS SALVÓ
AHORA DESCANZA EN PAZ.

«Era como poner una curita sobre una herida bala», sostiene McNabb. «Era como decirle al soldado ‘está bien, esta noche podrás dormir pero te faltan siete meses de misión»’.

«No sabíamos si alguno de nosotros iba a salir vivo de allí, cuando uno está en la guerra, nunca se sabe», dice Landchild.

Él tenía ese talento, realmente quería ayudar a los demás, pero ahora se ha ido».