Las arbitrariedades de la belleza


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¿Será un rostro bello aquel en donde habitan las curvas y simetrías que se unen para lograr una composición que agrade? ¿Son importantes los colores, tonos y texturas  para que cause en el otro un especial gusto? Y si así es, ¿es la racionalidad la que interpreta ese orden? Por qué, si un rostro tiene un ojo más arriba o abajo del otro, es tomado por feo.

Jairo Alarcón Rodas

Qué decir de una boca que se inicia a pocos centímetros de una oreja y termina  en la otra. Se diría que es un rostro anormal, grotesco, repugnante. Similar al rostro de Gwynplaine, el hombre que ríe de la novela de Víctor Hugo. ¿Juzgó Esmeralda bello cuando vio a Quasimodo, el jorobado de Notre Dame? Pero, si así fuera el común de las personas, si lo normal fuera lo irregular, lo que rompe el orden, ¿qué se diría de una boca de pliegues delicados, de tamaño proporcional al ovalo de la cara y simétricamente ubicada? La anormal y grotesca sería ésta.
 En medio de derrotas, triunfos, angustias, alegrías y tristezas, emerge la belleza, sin que sepamos cómo se instala. Surge y nos provoca placer, deleite. Pero, ¿qué es lo que determina que un objeto sea bello?, es una pregunta recurrente en ámbitos de la estética. Al hablar de un rostro bello, de la belleza de la naturaleza, de un artefacto o expresión artística, a qué se refiere. Radica la belleza en el objeto o quizás sea el sujeto quien determina lo que es bello. Es la belleza relativa o existen cánones universales que la tipifican. Ya Aristóteles señalaba que lo bello tiene relación con la magnitud y el orden. Todas esas son preguntas que surgen al momento de pretender esclarecer lo que ésta es y en donde reside su particular significancia.
Kant distingue lo bello de lo sublime y señala que lo sublime conmueve, mientras lo bello encanta. Tanto lo sublime como lo bello agradan pero mientras lo sublime estremece, puede inspirar terror, lo bello en cambio provoca alegría. Así hay obras de arte bellas y otras sublimes. El rostro de la virgen de las rocas de Leonardo da Vinci es bello, mientras que el semblante de el grito de Edvar Munch, sublime. El lago de Atitlán es bello, en cambio los Cuchumatanes, sublimes.
 
¿ES EL PLACER POR LO BELLO RELATIVO?
Lo bello, la belleza provoca placer, gusto, agrado, deleite: gozo al instalarse en un objeto. Eso la distingue de cualquier otra manifestación fenoménica o construcción humana que hace frente a nuestros sentidos y quizás sea algo más. Pero, qué es lo que determina o provoca ese sentimiento o gusto. Protágoras, sofista de la antigüedad, hacía ya una distinción estética entre las divinidades de las diversas culturas del planeta. Por ejemplo, decía, para los griegos sus dioses son blancos, rubios y de nariz respingona; mientras que para los africanos, negros, chatos y de pelo rizado. Con ello, éste pensador deja entrever el relativismo cultural que existe entre los pueblos  y que se hace extensivo a lo sagrado, a lo divino y desde luego,  a los juicios relacionados con la belleza.
 ¿Son los sujetos quienes determinan lo que es bello, haciéndolo extensivo a sus congéneres a partir de la socialización? O, por el contrario, la belleza radica en determinadas manifestaciones y propiedades de las cosas. Dentro del ámbito cultural, cada individuo es afecto a vivencias y experiencias particulares, dentro de un horizonte y circunstancias compartidas que lo hacen socializarlas y valorarlas. De ahí que esas formas moldean su conducta, su gusto y placer por las cosas. Valores que inclinan a preferir determinados aspectos, objetos y cosas de la realidad y a desarrollar gusto por particulares expresiones estéticas.
 En consecuencia, el valor y las inclinaciones que se le dan a las cosas dependen de las experiencias acumuladas y de los deleites desarrollados por el sujeto durante su formación. Es decir, de la familiaridad que se establezca entre el objeto y el sujeto, a partir de criterios adquiridos previamente por éste. Si el objeto logra despertar las fibras más íntimas de cada persona es porque ésta encuentra en el objeto algo especial que lo subyuga. Por el contrario, si al advertir al objeto no encuentra ese algo, éste pasará inadvertido para él, o quizás simplemente, lo rechace.
 Dado que el relativismo estético consiste en que cada individuo que pertenece a un grupo social, se inclina por determinadas formas sensibles en función de su procedencia cultural; así, al tener particulares gustos y apetencias, constituye un riesgo declarar lo que es en sí la belleza. Y es que toda inclinación, como ya se señaló, está en función del conjunto de experiencias adquiridas, que se perpetúan de generación en generación y se convierte en parte esencial, de la idiosincrasia de los pueblos. De ahí que en cada cultura, el tema de la belleza es caracterizado con singulares especificidades y matices. No obstante es importante resaltar que no hay cultura que permanezca intacta. Por ello, los gustos se modifican, adquieren similares tonos y tienden a universalizarse a razón de los grupos dominantes y desde luego, del sistema imperante. Más allá de los esquemas ideologizados, quizás lo gustos estéticos se universalizan a razón de lo humano que subyace en las manifestaciones estéticas.

LOS JUICIOS ESTÉTICOS   
 A partir de los frecuentes encuentros intencionales con determinadas cosas, que van más allá de una finalidad utilitaria; hay individuos que reparan en detalles estéticos sobre esos objetos, recreando detalles como el color, la textura, la forma y su valor dentro del aspecto emocional y espiritual. Es así que las enmarcan dentro de la técnica, la originalidad y el encanto. De esa forma se convierten en expertos en aspectos y juicios estéticos. Éstos distinguen, separan, discriminan determinadas cosas, artefactos y objetos de los demás, cualificándolos a través de criterios particulares, en función de experiencias acumuladas en determinado momento histórico y que son compartidos en sociedad.
 Son juicios que recogen aspectos humanos, que conducen a juzgar la belleza por medio de criterios convencionales, arquetipos sublimes o, simplemente por la moda. En este último caso creados artificialmente con la finalidad de mantener vigente las sociedades de consumo. Estos son criterios que se difunden a partir de estereotipos, que construyen los sectores dominantes  de la sociedad y que se difunden a través de los medios de comunicación. De esa forma, surge la belleza como un valor universal, artificiosa  y comercialmente difundido.
 Surgen los conceptos de armonía, balance, simetría, color, textura, etc., que son construcciones humanas que sirven para valorar determinados aspectos de las cosas. Pero, hay aspectos comunes en los seres humanos que los hacen valorar y requerir similares satisfactores para sus necesidades, sobre todo en las primarias. Los seres humanos son producto de su historia y de entorno social y dentro de éste, su condición de clase, su horizonte particular de existencia influye en el juicio que emiten sobre las cosas. La belleza no es la excepción y es por ello que regularmente las condiciones materiales de vida y dentro de estas, el horizonte experimental del sujeto, influye sobre los valores que tienen sobre las cosas.
 La posibilidad de tener encuentros con la belleza es parte de nuestros requerimientos espirituales, de esos que tienen que ver con nuestros sentimientos, con lo sublime y que debemos satisfacer para sentirnos plenamente humanos. Lo cual no significa anular a la razón, ésta subyace en lo humano ejerciendo su dominio intermitentemente. No habiendo intencionalidad en el encuentro con lo bello, sí constituye un requerimiento humano por satisfacer. Platón decía, ¿qué sería de los seres humanos si su vida se concretara a comer y beber?, en nada se diferenciaría de una vida de cerdos. Es decir, lo humano es mucho más que satisfacer necesidades corporales, estrictamente biológicas, es mucho más que comer y beber, poseer un vestido, una casa para residir. Para ello se requiere también cubrir aquellas necesidades existenciales que van más allá de lo biológico, que proveen placeres excelsos.

LA PRUDENCIA Y EL CÁLCULO EN EL PLACER
 Epicuro, padre del hedonismo, señalaba que la vida de mujeres y hombres está destinada a la felicidad. Condición que se alcanza al liberase de las pasiones, entre estas, el temor a los dioses y a la muerte. Tener acceso al placer, libre de perturbaciones, ataraxia y, de la ausencia del dolor, aponía, es lo que constituye la felicidad. Para ello es imprescindible la simple y pura destrucción del dolor, lo cual conduce al placer. Saber elegir y limitar las necesidades a través de la prudencia es parte  de la sabiduría que conduce a la felicidad. Así, no cualquier placer conduce a la felicidad, entendiéndose que el placer se alcanza al satisfacer necesidades. Para Epicuro las necesidades pueden ser naturales e inútiles. De las naturales surgen las necesarias y las innecesarias. De ahí que sólo las necesidades naturales y necesarias deben satisfacerse. Éstas, al ser satisfechas, conducen a la felicidad, a la salud y a la vida misma.
 Pero no se puede alcanzar el placer si no es a partir de los sentidos, ver, escuchar, oler, degustar, tocar todo  aquello que cause gozo, alegría, bienestar. Teniendo cuidado que en su elección no ocasione un dolor mayor o sufrimiento. Ese cálculo a través de la prudencia es lo que diferencia al sabio del que no lo es. El verdadero sentido de la vida es arrojar al dolor y qué mejor haciéndolo con placeres dignos. El encuentro con la belleza, habitada en un objeto, lugar o persona puede librar del dolor y con ello esos encuentros fugaces con la felicidad.
 Así, el gozo se nos presenta, inesperadamente, causándonos deleite y por momentos asombro. En consecuencia, surge una nueva pregunta, ¿tiene la belleza un componente racional o por el contrario, es sentimiento puro? Al ser la belleza una expresión humana, tiene un agregado racional que es lo que posibilita en el sujeto  la distinción entre lo que es bello de lo que no lo es.  Encontrar en el objeto ese algo que despierte los recuerdos, que vuelva revivir instantes de gozo o simplemente coincida con lo que uno es o aspira es el legado de lo bello y de sus formas. Concordar a través de un empalme inmediato con lo que se es o desea ser, es lo que surge en cada individuo al momento de juzgar lo que es bello.
 Heidegger dijo, lo bello tiene su lugar en el acontecer de la verdad. Pero, en dónde tiene lugar la verdad, cómo se accede a ella. ¿Es en lo racional o sencillamente en la vivencia a partir de la intuición donde ésta se encuentra? Es en la simpatía con la cosa, en la relación noética noemática, en donde existe una mutua apropiación del sujeto con el objeto. Se requiere acaso de la mediatés de lo inteligible o simplemente es un súbito encuentro con la cosa, posibilitado por la suspensión de juicio. Está la belleza en la profundidad o se encuentra en la superficie. ¿Para juzgar lo bello es necesario llegar a la esencia o simplemente basta con lo que se muestra del objeto? Lo que revelan las cosas cobran sentido, a partir de la serie de experiencias acumuladas  por el sujeto y que en el objeto, éste encuentra encarnadas, sin necesariamente tomar conciencia de ello. De ahí que el cúmulo de experiencias previas, que posee el sujeto y que éste ve representadas en el objeto es lo que le causa gozo, deleite y bienestar. 
 La belleza tiene su lugar en el encanto. En tal sentido, lo bello es la identificación con lo propio redimensionado en lo sublime. Lo propio que se ensancha con experiencias comunes, ordinarias y extraordinarias. La belleza es la encarnación del ideal humano que se hace patente en los objetos. La belleza es una arbitrariedad de la especie humana que se devela en instantes y permanece como parte de nuestra historia privada. Encontrarse con lo bello es desalojar por instantes al dolor.