J. C. vive en un pequeño poblado de Illinois, en el medio oeste de Estados Unidos, donde el pertinaz invierno le obligó a aumentar el uso de la calefacción en su casa, por lo que su última factura de energía eléctrica sobrepasó los US$700.
Como no disponía de esa cantidad, la empresa proveedora de energía le suspendió el servicio y de un día para otro se encontró a oscuras y obligado a soportar un frío tremendo que le calaba hasta los huesos.
Días después, agentes de la Policía local llegaron a la casa y ordenaron a J. C. que desalojara el inmueble, ya que existen disposiciones de salubridad que no permiten a las personas permanecer en las viviendas que carecen de energía.
A las 6 de la tarde de un domingo de marzo, J. C. se encontraba a las puertas de un albergue donde podía pasar la noche, pero tenía que retirarse por el día.
En medio de esa situación perdió su empleo, en el que solo recibía un pago por las horas trabajadas, y no gozaba de una indemnización y ninguna clase de asistencia social.
Fue así como una persona común de ingresos medios, por una deuda, perdió su casa, el empleo y lo más importante, sus sueños. “No me di cuenta del momento en que mi vida se desmoronó y sentí lo terrible que es no tener casa”, me contó J. C., quien ahora subsiste con la ayuda para desempleados.
En un sistema dominado por la competitividad, un pequeño problema o una circunstancia que surge fuera de lo planeado puede alterar una, miles o millones de vidas, e incluso acabar con ellas.
A miles de kilómetros de distancia, en dirección al sur, se encuentra Santa Fe, Argentina, donde L. B., su esposo y sus hijos se emocionan cada vez que acuden a supervisar el avance de la construcción de su casa propia.
En un momento los padres de familia pensaron que nunca podrían tener una propiedad registrada a su nombre, pero participaron del programa de crédito argentino PRO.CRE.AR –lanzado en el marco del Bicentenario de la República Argentina– para facilitar financiamiento a proyectos habitacionales para las familias de escasos recursos.
Debido a la gran cantidad de solicitudes de crédito se seleccionó a los beneficiarios por medio de un sorteo, que fue transmitido por la televisión, y luego anunciado a través de Internet.
Aunque miles de familias resultaron beneficiadas, muchas otras se quedaron fuera del programa. Sin embargo, aún tienen la posibilidad de participar en los subsiguientes programas de crédito estatal.
De esa manera, una familia que se pensaba predestinada a vivir por siempre alquilando pequeños apartamentos obtuvo un préstamo de bajo costo con el que consiguió construir su casa.
En un sistema donde prevalece la solidaridad, un programa social bien estructurado y transparente puede significar el desarrollo de una familia y en general, de una sociedad, pero sobre todo implica la materialización de sueños y planes de vida para las actuales y las futuras generaciones.
“Fue como un sueño hecho realidad (…) todo se puede y yo creo que con mucha fe uno llega a tener siempre lo que uno anhela”, dice L. B.
En un sistema competitivo los resultados dependen del esfuerzo individual, pero no se consideran los acontecimientos o factores circunstanciales que recurrentemente impiden a todas las personas competir bajo las mismas reglas y condiciones, lo que resulta que unos tengan ventaja sobre otros.
Por otro lado, en un sistema solidario, aunque el bienestar individual es importante, la superación del grupo y el desarrollo del colectivo es el objetivo principal.
La competitividad significa ir un adelante de los demás para alcanzar los objetivos personales, mientras que la solidaridad implica ayudar a los demás para caminar juntos hacia la meta.