Hace muchos años, al terminar mi jornada escolar, de camino a casa, solía encontrarme con una mujer que ocasionalmente me ofrecía sus servicios. Un día, al encontrarnos, vamos me dijo, te va costar barato y te va gustar mucho. Sus palabras me inquietaron y por qué no hacerlo, ya que a una edad en la que uno quiere explorarlo todo, tal ofrecimiento resultaba apetecible. La mujer, aunque joven, era mucho mayor que yo. Delgada, morena, relativamente alta, de pelo corto, ataviada con un minivestido rojo, pintada en exceso, mostraba una tristeza existencial que todavía hoy recuerdo y que años más tarde, comprendí.
Jairo Alarcón Rodas
El despertar a la sexualidad estuvo matizado para mí de singulares reflexiones. Recuerdo que ese día me fui a mi casa, pensando en lo que representaba para esa mujer, venderse por unos quetzales, alquilar su cuerpo, satisfacer sexualmente a un extraño, sin que exista un sentimiento de por medio. Pensé en ella, en mí, en lo que constituye una relación de pareja y me dije: lo sexual debe ser mucho más que cuestión de minutos.
Más por miedo que por razón, rehusé aceptar tal ofrecimiento. No obstante, ese hecho significó mucho para mí, me hizo pensar en tales temas. La mujer, sin saberlo, me brindó la oportunidad de meditar sobre la vida y sus secretos. Sobre los sentimientos, sobre el valor de mi relación con el género opuesto y, sustancialmente, en el amor. Jamás pagaré por una mujer me dije, los sentimientos que puedan fraguarse en una relación de pareja, no tienen precio. Tal promesa, conmigo mismo, fue motivada por mi idea que, lo sexual y lo sentimental no es factible separarlos. Poseer a una mujer, tener una relación tan íntima que desemboque en lo sexual no tiene sentido, si no hay de por medio un sentimiento. Y dado que el sentimiento no tiene precio, pagar por ello resulta una perversión.
Quizás por morbo o curiosidad, tal vez por encarar un nuevo reto, o simplemente, por verla otra vez, pasaba por la misma calle, a la misma hora y allí la encontraba, en la misma esquina. Aunque muchas veces no la vi, estuvo ausente. No despertó en mi ningún tipo de atracción física, más fueron sus palabras, más bien fue el despertar de una nueva inquietud. Ya no me dijo nada, mi presencia le resultó cotidiana, parte del paisaje. Con el paso del tiempo, las ocasiones que la volví a ver, noté en ella una existencia solitaria, un dejo de tristeza en su mirada. Jamás la vi acompañada, siempre sola, sin importar el sol o la lluvia, en el mismo lugar, a la espera de un cliente.
Cuál será su historia, qué será de su vida, me preguntaba. Los años pasaron y ya no la volví a ver, quizás fue porque se cambió de esquina, tal vez yo cambié de ruta. Sin embargo, en ocasiones ese recuerdo me hizo reflexionar y especular sobre las mujeres, sobre todo, aquellas que son forzadas a vender su cuerpo para sobrevivir. No ha de ser un trabajo fácil, pues lidiar con cada clase de tipos, resulta arriesgado y sumamente peligroso. Quizás, pensé, para esa mujer, perdida en mis recuerdos, el ofrecerme, en aquel tiempo, sus favores sexuales, le representaba una oportunidad menos arriesgada.
Meditar sobre lo que representa la prostitución, en lo que constituye reducir a la mujer a la condición de mercancía, no obstante que se diga que es el oficio más antiguo del mundo, representa una alienación de la especie. Reflexiono sobre las sociedades de mercado, en donde todo se compra y vende, donde incluso se hace, de los cuerpos humanos, instrumentos de placer de una industria lucrativa. En donde las mujeres son artículos de consumo, a las cuales el cuerpo se les separa de la mente.
Hoy la vi, agazapada en la puerta de una casa de la quinta calle y novena avenida. Envejecida, sumamente delgada, con la misma mirada triste y perdida. Para los transeúntes una anciana más, olvidada, ajena a este mundo. Allí sentada, me dio la impresión que está a la espera de que alguien se la lleve, y ya no a trabajar, sino a descansar, por fin descansar.
La miro y observo que ya no alza la vista, sus ojos, cansados, ven el piso o quizás nada. Pienso, ella ya no es parte de este mundo. Los recuerdos vuelven y con ellos mi niñez y adolescencia. De nuevo regreso a mi casa, el tiempo se comprime y con ello vuelvo a ser niño otra vez, recorro nuevamente los caminos transitados. La veo y me digo: qué triste la soledad en la que se encuentran muchas personas. Algunos están solos en el mundo, otros se sienten solos aunque estén acompañados. Los años pesan y la vejez, preámbulo de la muerte, no perdona a nadie. Todos tenemos que llegar a viejos, ninguno se escapa de morir.
Los años de lozanía y lucidez del pasado, con el paso del tiempo representan la languidez de una existencia marchita del presente. Me aterró, ver en ella, esa nueva soledad. Y es que, no obstante siempre vi, la soledad en ella, ahora tiene otro rostro, uno más siniestro. Quizás sea porque me veo reflejado en su marchita existencia. Cansada, con una historia simple, se encuentra a unos pasos de mi presencia. Ni por asomo se percata de los recuerdos que reaviva su presencia en mí, de ese antiguo encuentro en el que sus palabras me hicieron reflexionar y a no dudar, marcó mi idea sobre el amor, la sexualidad y la vida.
Ya no tiene aliento para buscar más clientes. Quien la mira, no se imaginaría cuál ha sido su profesión, a qué se dedicó en el pasado. En la industria del placer, cada año que pasa, representa, para los que se dedican a esa profesión, su devaluación. Indudablemente ella, ya no está para eso, su tiempo de servicio ya expiró. ¿Qué piensa, cómo ha sido su vida a lo largo de todo este tiempo? Se queda allí, a la espera de no sé qué.
Nuestra existencia cuenta con muchas peculiaridades, muchas aristas por resolver y aunque nuestro destino, hasta cierto punto nos pertenece, la circunstancia, lo otro que nos hace resistencia, influye positiva o negativamente en lo que somos y seremos en la vida.