Los equipos de gobierno durante el período democrático han mostrado rasgos comunes durante su gestión, que los caracteriza. Algunos son recurrentes, otros no tanto, pero lo que sí es cierto es que todos incurren en actitudes comunes o prácticas reiteradas pero que la mayoría de ellas no necesariamente los conducen al éxito, entendido en este caso, como la posibilidad de repetir un nuevo período de gobierno o de dejar un legado sustancioso para el país y la sociedad.
Uno de estos mitos, comunes en todos los gobiernos durante la democracia, ha sido persistir en la obra pública como un elemento que asegure o garantice o viabilice, la reelección. Aunque no necesariamente la reelección es la única motivación, puesto que también la corrupción es un sustento común de esta práctica, se parte del hecho que dado que la obra pública es evidente físicamente, ello contribuye a la potencialidad de una elección. Los resultados han mostrado que no es así. Varios equipos del Ejecutivo han replicado esta práctica con diferentes formas y profundidades. Incluso algunos de estos regímenes estuvieron respaldados por las denominadas “aplanadoras” dentro del Legislativo (DC, PAN y FRG), llegando incluso a emitir cuerpos legales orientados a motivar este tipo de obras, pero igual, el resultado demostró que no necesariamente el desarrollo de obra pública por sí misma, garantiza la reelección.
Otros regímenes, sin contar con las aplanadoras, lo intentaron con “megaproyectos” (Berger); otros con programas sociales al mando de la ex primera dama (Colom). Igual, varios de los equipos de gobierno, buscaron resolver el problema de seguridad como eje emblemático de su gestión, pero la mayoría fracasó, e incluso algunos lo llevaron al extremo de la “limpieza social” (Berger), situación que todavía presenta juicios pendientes. Algunos otros se extraviaron por casuísticos y se perdieron en el pantano de la corrupción (Portillo).
Otra característica en común de casi todos los equipos de gobierno durante la democracia, ha sido el inicio temprano de la promoción de una figura que constituye el delfín de cada gestión para convertirlo en candidato presidencial en las siguientes elecciones, pero tampoco ello ha provocado réditos. Así, por ejemplo, Cabrera con Cerezo; Berger con Arzú; Ríos con Portillo; Giammatei con Berger, De Colom con Colom; en todos los casos, ninguno ganó y con ello tampoco ninguno consiguió catapultar por segunda vez a su partido al ejercicio de gobierno.
El hecho de convertir a muchos de los ministros de Estado en auténticos operadores de negocios, también es una constante común en los equipos del Ejecutivo; principalmente cuando se trata de enormes negocios. Acá los ejemplos abundan, pero se repiten los casos de Comunicaciones con la infraestructura; Salud y el IGSS con las medicinas; Agricultura, en su momento, con la desincorporación de activos; Defensa con las transferencias millonarias y en efectivo; Gobernación con las cárceles y las armas.
Los mecanismos de intervención en la dotación de alimentos escolares también ha sido una práctica común orientada a favorecer a gremios, estamentos o grupos corporativos: la galleta nutritiva vinculada a militares; los almuerzos escolares a la empresa privada; el vaso de leche a los lecheros.
Lo mayormente lamentable como característica en común, que ninguno de los equipos de gobierno han cambiado el estado de situación calamitoso de los servicios públicos salud, educación, vivienda, medio ambiente y al contrario, han volcado sus esfuerzos en favorecer a empresas, grupos corporativos o capitales transnacionales, bajo el argumento que es necesario mejorar el clima de inversiones, afirmación que es cierta, pero no en el país en donde prevalecen los mercados imperfectos, el mercantilismo y se aseguran los privilegios.
La negativa a debatir con seriedad sobre la gravedad y profundidad de los problemas nacionales, constituye también una persistente actitud absurda, con lo cual, sólo se mantiene una conducción gubernamental estable y sin mayores problemas, pero mediocre y falto totalmente de ideas. Es necesario que pensemos qué sociedad queremos legar a nuestros hijos, para definir qué Estado necesitamos y qué programas debemos impulsar, de otra forma sólo se condena el futuro y se hipoteca el bienestar de próximas generaciones.