Aparte de la forma en que se han multiplicado los crímenes cometidos directamente contra niños en Guatemala, hay que abordar el tema del efecto que la persistencia de la violencia tiene en nuestra niñez, puesto que no sólo estamos afianzando de manera muy consistente la cultura de la muerte, sino formando generaciones que sufren los efectos psicológicos de la inseguridad que se vive de manera cotidiana en nuestro país.
Una cosa gravísima son los ataques directos que se realizan contra niños, hechos que se han incrementado en los últimos tiempos como parte de esa forma de extremar la brutalidad y el salvajismo hasta llevar la situación a extremos verdaderamente inexplicables e inaceptables. Otra es la de aquellos niños que presencian la forma en que se ataca a sus padres o en que se comete algún delito contra la vida y son muchísimos los que diariamente son sometidos a esa forma brutal de alteración psicológica porque se trata de huellas imborrables que marcarán para siempre la vida de esos pequeños.
La otra situación es la de quienes no han presenciado ningún hecho de violencia directo, pero escuchan todo el tiempo de la forma insegura en que vivimos y empiezan a llevar ellos mismos una vida de completo desasosiego al temer por su propia vida o temer que algo malo les pueda ocurrir a sus seres queridos.
En otros países se trata con eficiencia ese tipo de “stress postraumático” que cada vez afecta a los niños. Cuando ocurre una de esas masacres ampliamente difundidas, expertos se dedican a atender los niños para prevenir daños irreparables por esa sensación de miedo e inseguridad que se les causa por la inevitable difusión de terribles noticias.
En Guatemala es corriente ver cuerpos tirados en las calles y niños ocupando las primeras filas de mirones tras las cintas que coloca el Ministerio Público para evitar contaminación de la escena del crimen. Niños que desde muy pequeños se acostumbran a ver que vivimos en una sociedad donde todo se arregla a balazos, donde la “solución” a los problemas es eliminar al que se vuelve molesto o peligroso.
Mucha de la insensibilidad que tenemos las generaciones de hoy es resultado de ese contacto permanente con la muerte que se ha convertido en cotidiana compañera de la sociedad en que vivimos y por lo tanto hasta crímenes como el Caso Siekavizza son vistos como una cosa normal que no sacude conciencias. Y los que se conmueven, especialmente los pequeños, sufren por la inseguridad y viven temerosos de que pueda producirse un hecho que altere radicalmente sus vidas.
Reflexionar como sociedad sobre nuestra actitud ante ese contacto diario de los niños con la violencia es un imperativo.
Minutero:
No es ninguna pequeñez
ni producto de la suerte
ver como afecta la muerte
a nuestra indefensa niñez