Uno de los hechos humanísticos, sociales y artísticos, e incluso políticos y filosóficos, más importantes del siglo XX, por el tratamiento y la vigencia de su tema y por el contenido y la virulencia de sus imágenes, lo constituye la realización de uno de los filmes emblemáticos del director Stanley Kubrick (1928-1999),
Nacido en Nueva York y afincado en Londres, donde pasó gran parte de sus últimos 15 años: “A Clockwork Orange” (1971) o “Una naranja mecánica”, de la cual en 2011 se celebró el cuadragésimo aniversario y cuyo original literario homónimo, de Anthony Burgess (1917-1993), ha sido tan vapuleado e incomprendido, citado y no leído, como la versión del cineasta gringo-anglo.
Tanto la novela como la película tuvieron que soportar el peso de la infame censura, motivada por un sesgo mediático que tendió un manto de duda contra el que aún cabe y más que nada debe protestarse, para que al fin se entienda que las obras son lo que dicen y no lo que se quiera ver en ellas y que lo único que sobrevive a toda la estulticia humana, fuera de lo que se hace bien, son los (buenos) libros… y las (buenas) películas.
Kubrick, cuya obra ilustra una compleja serie de variaciones sobre las parejas de oposición barbarie-civilización, orden-caos, legalidad-ilegalidad, violencia institucional-violencia individual, ética universal-ética personal, y contiene un profundo estudio filosófico, social y político sobre el destino del hombre, es autor de otras obras consideradas maestras igual por crítica que público: “The Killing” (1956) o “Atraco perfecto”, policiaco basado en una novela de Lionel White, cuyo relato, “El robo en un hipódromo”, en su epílogo remite a la metáfora sobre la avaricia humana llamada “El tesoro de la Sierra Madre” (1948), de ese otro cineasta gringo muerto en el Reino Unido, John Huston, y lanza al espectador hacia “La comunidad” (2002), del español Alex de la Iglesia, otra incursión en la avidez (in)humana por el dinero; “Spartacus” (1960) o “Espartaco”, filme basado en el libro de Howard Fast, con guión de Dalton Trumbo, la historia del jefe de los esclavos que se sublevó contra Roma y que, como (no) es lógico, murió a manos de sus verdugos: eso sí, gracias a Kubrick, sentando un precedente de dignidad, tesón y lucha por el deber, no derecho, más preciado del hombre: la libertad, por la cual no se pueden hacer concesiones humanas, artísticas, ni mucho menos económicas; “2001: A Space Odissey” (1968) o “2001: Una odisea espacial”, según el cuento “El centinela”, de Arthur C. Clarke, que representa la lucha entre el humanismo y la tecnología en contra de la deshumanización, a través de una vasta epopeya intergaláctica que se inicia con la hominización de los primates en África y se cierra con la mutación biológica humana hacia un estadio superior.
Dentro de sus obras excelsas cabría citar también “Paths of Glory” (1957) o “Senderos de gloria”, la primera de sus diatribas antimilitaristas, en este caso, sobre la I Guerra Mundial; luego vendrían “Dr. Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb” (1963), “Dr. Insólito o ¿cómo aprendo a dejar de preocuparme y amar la bomba?”, una hilarante sátira de política-ficción ubicada en la Guerra Fría que especula con la posibilidad de un apocalipsis nuclear, basada en la novela “Alerta roja”, de Peter George, y “Full Metal Jacket” (1987), una lúcida mirada a la valentía y a la dignidad vietnamitas, representadas en una mujer detrás de la que la paranoia gringa pretende ver un pelotón de exterminio; obra basada en la novela “The Short-Timers”, de Gustav Hasford, autor además del guion escrito a seis manos junto al propio Kubrick y a Michael Herr.
Desde luego sin olvidar a “Barry Lyndon” (1975), adaptación con la que parece haber creado un nuevo tipo de narración fílmica: si los alemanes hablan de Bildungsroman o novela de formación, Kubrick podría hablar de Bildungskino o cine de formación; a la vez, suerte de tratado sobre la vieja relación pintura-cine y una soberbia reconstrucción histórica con base en la franco-inglesa Guerra de los Siete Años, según la novela The Memoirs of…, de Thackeray, escritor inglés nacido en Calcuta, moralista que se gastó la vida ridiculizando los vicios de su sociedad; The Shinning (1980) o El resplandor, singular adaptación de la obra homónima de terror del mediocre autor de best-sellers Stephen King: lo que no implica que ser uno de los autores mejor vendidos es per se malo, sino que la materia no es culpable de quien la utiliza: ejemplos, el comunismo no tiene la culpa de la caterva de comunistas que ha habido; el capitalismo no tiene ni idea de los engendros que lo han encarnado y por eso tampoco es culpable: salvo por lo que en sí es; por último, Eyes Wide Shut (1999) u Ojos bien cerrados, filme con base en la nouvelle Traumnovelle o Novela soñada, del austriaco Schnitzler, centrado en el imperativo de que los humanos permanezcan lúcidos frente a las pulsiones sexuales para no caer en la desesperación.
Hecho que, quizás, por esa suerte de intercambio entre cine y vida se instaló en la de sus protagonistas, Tom Cruise (Dr. Bill Harford), y Nicole Kidman (Alice), tras el epílogo fílmico en el que hay una brutal alusión al cuerpo y al deseo, sentimiento clave de la tan anhelada libertad, la que consiste en la acción del deseo; en el principio del placer, al que la sociedad opone el de realidad: “Hay algo que necesitamos hacer”, dice Alice, y añade lo que todos saben antes que el despistado Bill: “¡Fuck!”, por fornicar, tirar, joder, follar o…
Ojos bien cerrados devino en involuntario testamento cinematonírico de Kubrick, en un epitafio a toda su obra, un alivio existencial para quien al parecer tanto sufrió luego de haber hecho parte de aquel falso documental sobre el viaje a la luna, llamado el filme de la luna por los documentalistas Arlindo Machado y Martha Lucía Vélez, en su texto ‘Documentiras y fakeciones’, a propósito de “un documental inesperado” sobre el tema que el tunecino William Karel realizó en Francia bajo el título Operation Lune (2002): el internacional es The Dark Side of the Moon, que a su vez no denigra del roquero sino más bien socava las endebles bases del asunto en cuestión.
En él intenta reconstruir la cronología de los sucesos relacionados con el supuesto (nunca fue más cierto el adjetivo) viaje del Apolo 11, con base en los testimonios de personalidades de la política, la ciencia y la cultura.
Al retomar el viejo debate sobre la veracidad de las imágenes, Karel considera la posibilidad de que la conquista del satélite “no habría pasado de ser una farsa”: como es su documental, en inglés fake, por falso, fingido o mock documentary, por burla o mofa.
La transmisión televisiva, por su parte, se denominó en francés faux, falso, primero por Godard, quien en entrevista con TF1, exclamó: “¡Esa transmisión en directo es falsa!”. Mientras, en Washington, el entonces presidente Nixon, quien según tesis de Karel “decidió transformar la conquista de la Luna en un blockbuster de Hollywood e invitó a Kubrick a dirigir la farsa luego de que Walt Disney se mostró temeroso de colaborar”, se emborrachaba la noche del 20 de julio de 1969: una manera de mostrar su escepticismo, de suyo una certeza, frente al lunático viaje.
Entretanto, otro viaje de la era espacial se iniciaba, el de Una naranja mecánica. Tan pronto apareció la versión literaria, en mayo de 1962, comenzó la diatriba: “Un insólito relato sobre la violencia de las bandas juveniles en Gran Bretaña, escrita en una jerigonza que no es de este mundo”, decía una publicación profesional no citada por el propio Burgess en su autobiografía. Sin embargo, aunque se trataba en apariencia sólo de las bandas juveniles inglesas, la violencia retratada allí podría extrapolarse hoy a cualquier parte de la tierra; y estaba escrita en una jerigonza que sí es de este mundo: “El vocabulario de mis gamberros de la era espacial podía ser una mezcla de ruso y de inglés demótico, sazonado con germanías a juego y con el bolo de los gitanos. El equivalente ruso del sufijo –teen inglés es nadsat, y así se llamaría el dialecto juvenil empleado por los drugi o amigos de la violencia” (Burgess).
Pero esto no lo entendió el Times Literary Supplement, para el cual ese lenguaje vivo juvenil era hijo de la decadencia y parricida del prístino inglés británico, por vía de un escritor de dudoso gusto: “Una verborrea viscosa… abultada hija de la decadencia… El inglés está siendo lentamente asesinado por quienes lo practican”. Así: “Yo era un escritor hecho y derecho que me había propuesto terminar con la lengua inglesa. Era un consuelo recordar que lo mismo se había dicho de Joyce en su momento. Mi gusto era dudoso”.
No se comprendió, entonces, la tesis del Time en el sentido de que Burgess había escrito “algo muy raro en las letras inglesas: una novela filosófica” ni que “El peregrinaje de este Stavroguin beatnik constituye un ensayo moral serio y logrado”. Tampoco, la reflexión de filosofía política que David Talbot consignó en el New York Herald Tribune: “El amor no puede existir sin la posibilidad de odio, y la sociedad, cuando fuerza a los hombres a abdicar de su derecho a elegir entre uno y otro, los convierte en autómatas. Así desemboca Burgess en su muy sorprendente moraleja: en una sociedad mecanizada, la redención del hombre ha de obtenerse a partir del mal”. Juicio sobre el que Burgess dijo: “Fue grato que me comprendieran en Estados Unidos, y humillante que no supiesen leerme en mi propio país”, coincidente con la visión de Kubrick sobre el cine, de la cual se infiere que tal medio entraña la comunicación en tanto acto de resistencia y de contera recuerda que todo cine es político, como pensaba Volonté antes de Costa-Gavras: “Yo no olvido nunca que el cine es, ante todo, un medio de comunicación de masas. Ahí reside su funcionalidad política. Tal vez haya quien me acuse de posibilismo, pero estoy convencido de que es más efectivo un filme comercial ideológicamente consecuente, que un panfleto político underground”.
Pero, el colmo de los exabruptos, ya sobre el filme, se dio quizás por parte del crítico Fred M. Hechinger, quien en un artículo para The New York Times argumentaba que Kubrick había filmado una película fascista: “¿Habla la voz del fascismo en Una naranja mecánica?”.
Aquí cabe preguntar: ¿Cuándo se entenderá que las auténticas obras de arte no hacen juicios de valor, condenas morales, panfletos ideológicos, tampoco análisis, que se limitan a hacer la síntesis de un problema y luego lo muestran pero no demuestran o sacan conclusiones ni menos ofrecen soluciones pues ni siquiera lo pretenden?
Así, resultaba previsible la desvirtuación del filme y que a la novela no le fuera bien en términos de venta, de lo que aprendió el escritor inglés: “Pero el libro se vendió mal, peor incluso que cualquiera de mis novelas anteriores. Aprendí una gran lección: que tampoco conviene exponer el producto en demasía”.
Respecto al título es clave el artículo indefinido Una en vez de La, el definido, para poder comprender la designación cockney, jergal, de una obra que alude precisamente a aquél ser humano que si no puede elegir entre bien y mal y sólo puede actuar bien o mal, no será más que una naranja mecánica.
Obra que además trata del lavado de cerebro, dentro de una sociedad cuyos métodos represivos son inagotables. Y que, por citar sólo dos casos, van desde el Sistema Borstal hasta el Tratamiento Ludovico: el primero, pretendía rehabilitar al delincuente mediante el deporte y el trabajo, como lo cuenta el inglés Alan Sillitoe, en aquel relato subversivo o contra la versión oficial a la vez que melancólicamente poético, La soledad del corredor de fondo, llevado al cine por otro Airado, Tony Richardson, en 1962; el segundo, a través de manos firmes y corazones abyectos, ya no grandes, buscaba desarmar los de aquellos delincuentes con la misma medicina que ellos habían dado a la sociedad: si violencia, la recibirían; por contraste, si querían música, la tendrían de vuelta; si les gustaba el cine, deberían verlo con los ojos bien abiertos.
Vale recordar que métodos como los citados pasan de una frontera a otra, con la misma facilidad con que el hombre araña se desplaza por los edificios gringos, y nunca han sido consideradas técnicas de ignominia, represión o tortura.
En tiempos recientes la declaración de la Unión Europea contra las torturas en Abu Ghraib, la prisión preferida de Hussein en Irak, primero, y luego de los soldados gringos durante la invasión-pretexto para buscar unas armas de destrucción masiva que jamás hubo, no mencionó la palabra tortura. Se sustituyó por abusos. Bush, Blair y Berlusconi, el verdadero eje del mal en este reino del revés, hablaron olímpica y cínicamente de errores. Los periodistas de CNN y demás medios masivos occidentales “no pudieron utilizar la palabra prohibida”, señala Eduardo Galeano en La confesión del torturador. Años antes, para que los presos palestinos fueran humillados legalmente, la Suprema Corte de Israel autorizó las presiones físicas moderadas. Los cursos de torturas para oficiales latinoamericanos en la Escuela de las Américas se llaman técnicas de interrogatorio. En Uruguay, “campeón mundial en la materia durante los años de la dictadura militar”, entre 1972 y 85, las torturas se llamaban, y aún se llaman, apremios ilegales.
Aunque para Amnistía Internacional la venta de aparatos de tortura en el mundo es un negocio redondo para unas cuantas empresas privadas gringas, alemanas, francesas y de otros países, para sus gobiernos y representantes aquellos productos de la perversión humana, producidos a escala industrial, son medios de autodefensa: o sea, paramilitares, como son los personajes y métodos que se emplean para combatir en el mundo al terrorismo y al narcoterrorismo, términos que cacareaban al unísono Bush y la “supina perrita faldera inglesa”, entonces con nombre y apellido, Tony Blair, para luego desatar una avalancha de paranoia que ha revivido estados fascistas, policivos, totalitarios.
En ellos se refleja un Alex avergonzado ante esos terroristas sin eufemismos que campean a sus anchas por el mundo…
Anthony Burgess
Autor de “La naranja mecánica”