El ensayo de un nuevo misil contra el sistema de defensa antimisiles norteamericano, la polémica con Gran Bretaña por el asesinato del ex espía ruso Alexander Litvinenko y las duras declaraciones del presidente Vladimir Putin mostraron esta semana el deseo renovado de Rusia de recuperar su estatuto de gran potencia frente a Occidente.
«El mundo ha cambiado y ha habido tentativas de hacerlo unipolar. Algunos actores de los asuntos internacionales han querido imponer su voluntad a todo el mundo. No es más que un diktat, nada más que imperialismo», dijo el jueves Putin, decidido a demostrar que Rusia ya no es más una potencia en decadencia, como se la veía en los años 90 tras la desintegración de la ex Unión Soviética.
A menos de una semana de la cumbre del G8 en Heiligendamm (Alemania), que reunirá del 6 al 8 de junio a los líderes de los ocho países más industrializados del mundo, Putin quiso brindar pruebas claras de que ese «resurgimiento» no es sólo verbal, sino también tecnológico y militar.
En esa perspectiva se enmarca el exitoso ensayo el martes de un misil bautizado RS-24, de características desconocidas para los expertos occidentales y preparado especialmente para «eliminar sistemas de defensa antimisiles», como el que Estados Unidos posee y quiere ampliar a Europa Central.
Putin ya había afirmado que la extensión del escudo antimisiles norteamericano a una zona que Rusia aún considera bajo su órbita (a pesar de que los países de la región integran la Unión Europea y la OTAN) tranformaría al Viejo Continente en un «polvorín», una amenaza destinada a despertar viejos y temidos fantasmas.
En ese sentido, la prueba del nuevo misil intercontinental fue una «respuesta dura» a las acciones «unilaterales e infundadas» de algunos socios de Rusia, dijo Putin.
«Firmamos y ratificamos el tratado sobre las Fuerzas Convencionales en Europa y lo respetamos. Desplazamos más allá de los Urales nuestras armas pesadas, reducido nuestras fuerzas armadas de 300.000 hombres. ¿Y nuestros socios? Llenan Europa central con nuevo armamento. Una nueva base en Bulgaria, otra en Rumania, interceptores (de misiles) en Polonia, un radar en la República Checa», enumeró con rigor.
Si en medio de esta escalada militar se evita por el momento hablar de una Segunda Guerra Fría, la novela de intriga que envuelve el asesinato del ex espía ruso Alexander Litvinenko invita a recordar aquellos viejos tiempos añorados por algunos.
En una nueva vuelta de tuerca de la polémica por el envenenamiento de Litvinenko con una sustancia altamente radiactiva y rarísima, el polonio 210, en Londres en noviembre pasado, el principal sospechoso del asesinato acusó esta semana a los servicios de inteligencia del Reino Unido de ese crimen.
Inculpado por la Fiscalía británica, que reclamó a Moscú su extradición, Andrei Lugovoi, también ex miembro del espionaje ruso, afirmó incluso que Litvinenko trabajaba por el MI-6, el servicio secreto británico.
Sin respaldar las declaraciones de Lugovoi, el ministro ruso de Relaciones Exteriores, Serguei Lavrov, volvió a la carga el viernes y acusó a Gran Bretaña de «utilizar» políticamente el caso Litvinenko.
Para Londres, la muerte de Litvinenko sigue siendo un «caso criminal» y no un «problema de espionaje».
Para el multimillonario opositor ruso Boris Berezovski, exiliado en Gran Bretaña, las declaraciones de Lugovoi dejan «más claro que nunca que el Kremlin está detrás del asesinato» del ex espía.