Una de las cosas, entre las tantas que no nos enseñan ni la escuela ni la familia, consiste en ser sinceros. Todo lo contrario, lo nuestro es el disimulo y la actuación. Vivimos constantemente interpretando papeles como si fuera lo más natural del mundo. Soportamos callados a quienes nos fastidian porque somos incapaces de expresarnos para despojarnos del dolor que llevamos dentro.
Y nos creemos virtuosos soportando estoicamente las contrariedades de quienes nos rodean. El caso es que pronto el peso de las penas y agravios se vuelve insoportable y entonces nos pasa algo: nos comemos las uñas, acaece un tic nervioso o se nos paraliza la mitad de la cara. Nos volvemos víctimas de la práctica de una virtud que al parecer es más un vicio.
La escuela tendría que iniciarnos también en el arte de expresar nuestros sentimientos y sobre todo hablar. Pero sucede que se premia la phrónesis aristotélica, el cálculo, en detrimento de la honestidad que debemos no solo a los demás, sino a nosotros mismos. Así sufrimos por la autocensura y “la pena” de llevar cargas inmerecidas. La vida se convierte en suplicio.
Evidentemente no es fácil decir la verdad y ser sincero, lo natural es fingir. La siguiente frase lo resume: “una mujer dice toda la verdad a Dios, casi toda la verdad a su confesor, la mitad de la verdad a su amigo y la vigésima parte de la verdad al que ama. Calcúlese lo que queda para el que no ama…” Pero no vaya a creer que es un problema de género, los hombres solemos ser tan mentirosos o más.
Quizá el arte de ponernos velo obedezca al temor de quedar desnudos, como Adán y Eva en el Paraíso, que sienten vergüenza por la presencia del Dios que viene. La desnudez nos expone y al sentirnos temerosos colocamos ramos en nuestras partes íntimas. Todo lo contrario a lo que debemos sentir: libertad y gozo por evidenciarnos como somos. Se trata de un falso pudor que nos vuelve infelices.
Por eso digo que la escuela no nos hace gran favor y la educación familiar mucho menos. Los padres repiten (repetimos) lo recibido y condenamos de esta forma –una vez más– a las nuevas generaciones. Así, se inaugura la cultura del miedo y se le da la bienvenida a la sociedad temerosa. Un ambiente de terror no es propicio para el desarrollo del espíritu y de esto se han aprovechado los tiranos profundizando aún más nuestra ya damnificada personalidad.
Sin duda hemos internalizado la ya famosa frase de Óscar Wilde: “un poco de sinceridad es cosa peligrosa; mucha sinceridad es absolutamente fatal”.