La originalidad del canto español medieval y sus variantes


celso

Cómo lo indicábamos en la columna anterior el “Oracional de Verona”, primer misal hispánico conocido, en el que se halla fórmulas breves eucológicas parecidas a las leonianas y gelasianas, tan en contraste con las de los Padres Toledanos, después de producirse la conversión en masa del pueblo visigodo, invasor y contagiado de arrianismo.

Celso A. Lara Figueroa
Del Collegium Musicum de Caracas, Venezuela


Esta música maravillosa es también homenaje rutilante a mi dorada Casiopea, alma mía gemela, que vino a mí, tiernamente, silenciosamente y se enraízo en la limpia corteza de mi alma, como dulce trino, como suave fruto en su pulpa más honda para siempre y por siempre.  Por otro lado, al consolidarse cierta unidad nacional, era propicio el momento para unificar y enriquecer la liturgia hispano-romana.  Adquiere ésta un auge imprevisible, resultando un rito de gran prestancia, muy similar al rito franco, con el cual tiene especiales concomitancias, a juzgar por las célebres “Cartas del Pseudo-Germán” y de los escasos documentos escritos galicanos todavía subsistentes tras su casi total destrucción por obra y desgracia de los reyes carolingios. 
   
 En cambio, el rito hispano, después de pasar por parecidos avatares, se conserva casi en su plena integridad, disperso por distintas bibliotecas de España, como las de Verona, París y Londres.  Y como por arte de milagro, sigue también vivo y palpitante en Toledo, en la Abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos y en otras iglesias, con ocasión de alguna fecha religiosa memorable.  El rito hispano no está muerto y momificado.  Pervive y tras la mayor apertura concedida por el Concilio Vaticano II, cabría augurarle un buen porvenir, sin llegar, desde luego, al antiguo esplendor.
   
La séptima centuria inaugura un extraño e inesperado progreso en santidad y cultura.  Aparece la nutrida pléyade de insignes varones, entre los que descuellan los hermanos Leandro e Isidoro en Sevilla, Eugenio, Ildefonso y Julián en Toledo, Canonice en Palencia, Braulio en Zaragoza, más otros no menos distinguidos en virtud y hasta en ideales artísticos, pulchritudinis studium habentes, pacificadores de sus casas y con ello de la Patria en un renacer promovido por ellos y por los Concilios, en especial los toledanos.
   
Una de las instituciones que precisaban desarrollo y reforma era la liturgia y su correspondiente canto.  Había que acabar con cierta nociva anarquía ritual, procurando mayor unidad, como convenía a una nación que profesaba ya la misma fe y formaba un mismo reino, según feliz expresión del Concilio IV toledano, cuajado de cánones concernientes a la liturgia y que, por estar presidido por Isidoro, dio en llamarse impropiamente isidoriana, lo mismo que el canto se denominó eugeniano por Eugenio de Toledo.
   
La época propiamente mozárabe, que empieza en el año 711, no es propicia para ninguna manifestación cultural, especialmente en el terreno de la elocuencia, la teología, la música y la poesía.  Aun así, no faltan destellos de unas y otras, al principio en el sur, luego en el norte, bien que debilitados de vez en cuando por irrupciones de la morisma.  Sin embargo, si en Oriente Medio y en el norte africano llegó a talarlo todo, extinguiendo hasta la población cristiana, no pudo hacer lo mismo en el suelo ibérico.  El español conservó su latín, admitiendo solo con reservas el árabe.  Mantuvo con ello la Biblia y la patrística, las fuentes de la fe teológica al Corán de Mahoma.  Clara visión la de hombres tan avizores como Eulogio cordobés.
   
Brotaba entonces una lengua romance algo mixta, que suavizó las asperezas del latín y del árabe.  El nuevo idioma sustituyó con vocablos y consonantes más emotivas y sacras.