Cuando recibió el Premio Nobel de Literatura lo recordó. Estaba en la andina Cochabamba, sentado en su silla escolar en la clase del hermano Justiniano. Repetía en voz alta lo que la consonancia entre sílaba y vocal le indicaban. Aprendía a imaginar con palabras y, así, aprendería lo que se convertiría en la cosa más importante en su vida: leer.
Esa anécdota que tan orgulloso cuenta el escritor peruano Mario Vargas Llosa nunca fue tan fundamental para describir el sentido de su vida. Novelista y ensayista, este arequipeño, es un ejemplo decisivo del hacer de la tarea artística un proyecto moral.
Vargas Llosa vuelve a materializar lo que es la labor intelectual: el cuestionamiento de su tiempo y su espacio, la interrogación y, con ello, la contrapropuesta de lo que debería ser la realidad en la que vive y a la que está, irremediablemente, sometido.
Así lo hace en su más reciente libro — el primero después de recibir el Nobel de Literatura (2010) —, ‘La civilización del espectáculo’, en el que expresa y documenta su preocupación sobre la razón de ser de la cultura en nuestro tiempo.
Con la nitidez en el lenguaje y la espléndida oralidad que le caracterizan, Vargas Llosa presentó su libro ante un público que le aplaudía cada respuesta, reconociendo en esta la reflexión sobre un tema en el que hay mucha teoría de por medio: la sociedad posmoderna como espectáculo.
Así, desmantelando la “intelectualidad” dura que envuelve el tema, Vargas Llosa centró su síntesis del libro en una idea: el hombre es un ser que vive en la interrogación constante; se pregunta acerca de sus preocupaciones, individuales o colectivas, todos las tienen, como tal trata de obtener respuestas. Sin embargo, las respuestas han pasado de un plano crítico a uno banal. Se pasó del pensamiento crítico que se adquiere con la cultura, que según Vargas Llosa se consigue con la buena lectura, a la frivolidad de la imagen.
De ahí el título, ‘La civilización del espectáculo’, es una forma de reconocer que, pese al desarrollo científico y tecnológico que ha llevado a la humanidad a vivir “más civilizadamente”, en mejores condiciones, la batalla contra la insípida narrativa de la diversión como centro de la vida no se ha perdido, pero de alguna manera se ha asumido indefensamente, como si de un enemigo sin rival se tratase.
No es que la imagen carezca de valor intelectual. Una película, una serie de televisión, le pueden parecer “divertidas” a Vargas Llosa, sin embargo, no llegarán a la categoría de buenas si “la imagen no precede a una lectura crítica de la realidad”.
La argumentación es clara y puede llegar a malinterpretarse como ofensiva para quienes defienden el poder de la imagen. Aquí la diferencia es definitiva. Lo que quiere resaltar Vargas Llosa es la profunda escisión entre la narrativa audiovisual y el espectáculo óptico, lo que él llama “la sociedad convertida en show”.
No es elitismo, Vargas Llosa no niega que nunca antes la cultura fuera tan democrática, “tan posible para todos los que tenemos televisor”. Pero ese no es el problema; la cuestión está en la mala interpretación del concepto mismo.
Si para algunos el concepto de cultura es sinónimo de erudición, Vargas Llosa más bien está en la línea de T. S. Eliot para quien la definición de la cultura apunta a una disposición al conocimiento. “Una especie de puerta abierta que se tiene hacia los conocimientos”; bajo esta perspectiva, la cultura vendría a ser anterior al concepto.
“El especialista, el científico, puede tener grandes conocimientos, pero, no por ello, es necesariamente culto. El cultivo de las formas, la capacidad de jerarquizar los conceptos adquiridos, el orden y la prelación de los conocimientos son elementos que constituyen las tres estancias del individuo encargadas de crear tensiones en la sociedad: el plano intelectual, el ético y el moral; no existiría cultura sin este orden previo”, afirma el escritor.
Algo falla, en tanto el mundo está como está. Eso es lo que nos viene a decir Vargas Llosa, quien comparte línea discursiva con sociólogos como Zygmunt Bauman, en tanto presenta a la posmodernidad dominada por las “sociedades líquidas”, como carentes de identidad, constituidas por seres a la deriva que se satisfacen con el espectáculo trivial.
El problema, de fondo, viene a ser el mal entendimiento de la cultural como entretenimiento y diversión.
¿Tiene que ser aburrida la cultura? No. La cuestión es justo lo implícito en la pregunta. Las categorías de diversión y aburrimiento se han banalizado. “El placer de la vida intelectual se ha trivializado”, dice Mario Vargas Llosa. El esfuerzo intelectual se mal entiende como sosería, una cosa para aburridos.
Una película es buena no por su espectacularidad en imagen — esa sobrevalorada capacidad de “hipnotizar” — sino justo por la narrativa que encierra, ese esfuerzo intelectual que le imparte a quien la ve.
Que no se aludan los guionistas y directores de cine y televisión, más bien que reflexionen porque razón tiene Vargas Llosa, tanta trama policíaca y tanto drama pasional, tanta pompa de la emoción detectivesca y amorosa, nos ha dejado vacíos, nos ha convertido en seres maleables y cursis, que se dejan embelesar por cualquier tontería.