Los luceros


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Cuando Federico Lucero escuchó un grito agudo que salía del dormitorio, respiró profundamente, prendió un cigarrillo, se sentó en la orilla del corredor y se puso a contar las estrellas que estaban prendidas en el firmamento.

Por René Arturo Villegas Lara

Adentro, todo era bulla: acarreaban picheles con agua tibia, llevaban pañales recién lavados, calentados con alucema, y llenaban palanganas con agua caliente que apagaban con azahares de naranjo y ramitas de salviasija, para darle de beber por sorbitos a Bertalina Brillante. Con ese brebaje le pasarían los dolores que vienen después que salen los restos de la placenta, pues eso siempre causa retorcijones pasajeros. Los quince minutos que transcurrieron entre el grito y el momento en que la partera le llamó para que conociera a su hijo, fueron suficientes para divagar sobre muchas cosas del futuro de su familia, incluyendo el nombre que le pondría a su primer crío. Eran las cuatro de la madrugada y sobre el lomo de los cerros distantes, Júpiter y Marte rutilaban como faros orientadores de barcos perdidos. Así, viendo el cielo estrellado, Federico Lucero dispuso que su hijo se llamaría Júpiter Lucero Brillante.

Júpiter, en sus primeros años, tuvo un amplio patio de tierra compacta para gatear, primero, y para jugar cincos y trompos, después, cuando ya tenías siete años. Al llegar a los catorce, era necesario que aprendiera un oficio, y entonces lo mandaron a vivir con los abuelos, en este pueblo de la Costa Grande, pues, aquí tendría más oportunidades y más futuro que en ese caserío metido entre cráteres de volcanes apagados , de donde costaba salir a lugares más civilizados . Al principio, la abuela lo mando al taller de don Tago Sam, para que se hiciera herrero; pero, escasamente fue adiestrado en el manejo de alicates, aunque adquirió músculos fuertes de tanto enderezar láminas con un pesado martillo. Una tarde de diciembre se supo que un dentista originario de Tapachula, ya entrado en años, había llegado a instalar una clínica para todo lo relacionado con dientes y muelas, ya fueran naturales o postizas. Así que Júpiter, decidido a seguir usando el alicate, le pidió trabajo al doctor, consiguiendo que lo empleara para hacer la limpieza de la clínica y de paso ayudarle a inmovilizar a los pacientes que se sentaban en una silla como de barbero, pues a veces tenía que sacar muelas o hacer rellenos sin usar anestesia, pues de la capital no se la enviaban con regularidad. Para ajuste de penas, la mentada camioneta que la traía como encomienda llegaba cada dos meses; y durante el invierno, nunca. En ese trabajo de asistente dental, a Júpiter se le fueron a casi tres años: barrer la sala de espera, sostener pacientes nerviosos o miedosos al taladro, pasarle los instrumentos que iba necesitando el doctor y con rapidez accionar un pedal para que dieran vueltas las fresas del viejo rotor que trajo desde Tuxtla-Gutiérrez, eliminando caries y haciendo pequeños agujeros para los rellenos. Un día el doctor empezó a padecer calambres en la mano derecha, lo que le impedía sacar dientes y muelas con facilidad. Entonces le encargó a Júpiter que sacara él las muelas, ya que había desarrollado destreza en eso de inyectar anestesia y darle vueltas a pinzas y alicates, hasta que salía la pieza con todo y nervio. Después le enseñó a hacer amalgamas para rellenos y a diseñar dentaduras postizas sobre impresiones en yeso, que más parecían los maxilares de una calavera. Un día, y nunca se supo quién hizo la denuncia, la Dirección de Sanidad conminó al doctor para que cerrara la clínica, pues fue acusado de ser mexicano y no tener licencia para ejercer como dentista ni se había incorporado a la Universidad. Entonces, acomodó lo que se podía llevar y más corriendo que andando el protegido de Santa Apolonia abordó un bus que lo dejó en la frontera de México. Días antes le vendió la clínica a Júpiter, por mil pesos mexicanos que éste había ahorrado de propina en propina que le daban los ingenieros y empleados de la compañía mexicana El Águila, contratada por el gobierno para construir la carretera internacional que iba a la frontera salvadoreña. Así fue como Júpiter se convirtió en el dentista del pueblo, sospechándose que él era quien había hecho la denuncia ante Sanidad, para quedarse con la clínica.

Ya como dentista empírico, el primer caso que le dio fama fue cuando le llegó el Comandante de la policía. Iba con un cachete hinchado, untado con pomada de belladona y despidiendo un fuerte olor a yodo. Un pañuelo rojo le fijaba la quijada a la cabeza y le reguardaba la pomada para que no se le derritiera con el sol del mediodía. Parecía que sufría de paperas. Cuando Júpiter le quitó el pañuelo y le jaló el labio inferior para ver la muela, su diagnóstico fue certero: “Está llena de pus, mi comandante”. Entonces sacó dos jeringas: una la llenó con agua oxigenada y la otra con diez centímetros de penicilina líquida. Después de lavarle el borde interior del labio, le inyectó el antibiótico. “Venga mañana y si ya no hay infección, le saco esa vaina”, dijo con certeza y lo despidió con una palmadita amable en la espalda del Comandante.

Júpiter hizo dinero sacando muelas, poniendo rellenos, cubriendo de oro macizo todos los dientes delanteros de los marchantes y fabricando dentaduras postizas para los que se quedaban totalmente sholcos. Trabajaba de sol a sol y sólo dejaba de atender pacientes cuando se iba a la rockola a beber tragos de ron y besar rockoleras. Entonces se transformaba y se olvidaba de la clínica. Se volvía pendenciero; a cualquiera le sacaba el cuchillo que siempre llevaba bajo la camisa. En el hospital de la cabecera habían atendido como a cuatro hombres heridos con arma blanca y en el juzgado se tramitaban cuatro procesos en su contra, que no caminaban porque Júpiter le daba sus centavos al Juez y también le arreglaba los dientes a la esposa sin cobrarle un solo centavo. Por esos actos repetidos de violencia, todos tenían la idea de que Júpiter no era normal de la cabeza: nomás se bebía un trago o una cerveza y se convertía en un peleonero sin causa ni control, carácter que su mismo padre lo advirtió al solo verle el rostro de recién nacido, en aquella madrugada en que llegó a este mundo.

Ese Sábado de Gloria, no habían sucedido hechos de importancia. En las zarabandas y cantinas se bailaba y se tomaba cerveza y guaro sellado. Los hombres mostraban amistad y no había diferencias ni malentendidos. Los que estaban a la orilla del mar disfrutaban de las olas que iban y venían, ante una marea tranquila y reposada. Nadie imaginaba lo que iba a suceder momentos después. Y es que Domingo se bañaba tranquilamente y sin contrariarse con nadie. De repente, por el poniente, apareció Júpiter Lucero Brillante, caminando entre las olas, con los ojos colorados y un filoso puñal en la mano derecha, reclamándole a Domingo, que lo había desplazado del amor de las rockoleras. Cuando lo tuvo cerca, le tiró la primera cuchillada, como para partirle la panza. Domingo se hacía los quites ante cada arremetida que le tiraba y una casi le rasgó el ombligo, saliéndole un hilillo de sangre que se le escurrió por la pierna derecha y le llegó al ojo del pie. “-Contenete, Lucero, porque te puedo disparar-”, fue la advertencia que todos escucharon. Júpiter Lucero Brillante no le hizo caso y siguió tirándole puñaladas a diestra y siniestra, hasta que un solo tiro 38 le atravesó el corazón. Cuando cayó boca abajo, lo cubrió una pequeña ola espumosa y una mancha roja coloreó las partes blancas del agua al volver mar adentro. En vano trataron de darle respiración boca a boca, pues murió en un segundo. En el horizonte, la oscuridad de la noche principió a llegar y sólo se veían las siluetas de la gente que se arremolinó para ver al muerto. Y cuentan que Júpiter Lucero Brillante se quedó con los ojos abiertos, viendo la luz de Júpiter y Marte que ya rutilaban en el cielo, tal como los vio su padre en la madrugada en que se separó del vientre de Bertalina Brillante. Cuando llegó el juez a levantar el cadáver, se concretó a decir: ¡Así tenía que terminar Lucerito! Dio media vuelta y se fue con los dos policías que cargaron el cadáver rumbo al embarcadero.