Llegar a Lima, recorrer el camino que conduce del aeropuerto ultramoderno –en el que los rubios holandeses, franceses o ingleses te hacen sentir como en Europa–, hasta llegar a un hotel corriente en el barrio Miraflores es una sensación extraña, una sensación muy latinoamericana.
En la vía, a unos cinco minutos del aeropuerto, Latinoamérica da su mejor bienvenida. Partimos de un barrio popular, de clase trabajadora, se recorre una autopista construida para que los turistas no se “tropiecen” con la pobreza que tanto nos caracteriza.
Pero es como intentar tapar el sol con un dedo. El tráfico, los autos de la clase acomodada que pasan sigilosamente cerca de las personas que piden limosna en los semáforos, las manos de las señoras sujetando las carteras para impedir que se las roben, las caras indígenas que recorren las calles en contraste con las cabezas rubias que van en coches nuevos, nos ponen en contexto.
Estamos en Latinoamérica. Eso sí, la bienvenida total se hace definitiva cuando se llega al clímax del contraste. El taxista nos deja en el barrio Miraflores. Un gran centro comercial cuya vista y restaurante dan hacia el mar nos deslumbra. La Lima millonaria versus la Lima más pobre se hace realidad.
Ese es el momento cuando todo empieza a encajar. La mansión imponente, los rubios que hablan un perfecto inglés aunque el castellano también les suena dulce, las señoras que salen de coches lujosos conducidos por sus chóferes… todo ese mundo que nos cuenta un niño llamado Julius también es Lima.
Es imposible no trasladarse a la obra más representativa del escritor peruano Alfredo Bryce Echenique: Un Mundo para Julius (1970), un relato contado desde la inocencia mordaz de un pequeño que se enfrenta a la bipolaridad de la sociedad peruana que cohabita en Lima. La elegancia, la hipocresía, el racismo y la división de clases son retratadas con precisión por este autor.
Un libro encantador, sobre todo, por su protagonista, con el que cualquier latinoamericano conecta. El amor maternal que siente por la criada que lo cuida y le hace la comida, la ausencia de una madre aristócrata y arrogante, el padre muerto, el jardinero sonriente y el chófer cómplice, son la representación crítica del Perú.
La desigualdad de clases, el esnobismo de los ricos que se idolatran así mismos a punta de empequeñecer a los demás -como lo hacen los mejores cobardes-, se vive intensamente a través de Julius a quien le está costando el tránsito entre la niñez y la adolescencia.
Hubiera no deseado conocer esta Lima, pero lo verdadero siempre se confiesa, así que resulta imposible renunciar a ello. Los ricos y los pobres tienen un margen invisible y Julius está en el medio.
No se trata de la única novela en la que Alfredo Bryce es autocrítico con su sociedad, eso sí es la que mejor la retrata. Esa genialidad y crudeza fue noticia esta semana. No, no se trató un nuevo intento de empañar la imagen y carrera del escritor limeño acusándolo de plagio, esta vez la noticia fue satisfactoria para las letras latinoamericanas: fue galardonado con el premio Feria Internacional de Guadalajara de Literatura en Lenguas Romances 2012, la cita literaria más importante del mundo hispanohablante.
El premio FIL es uno de los más prestigiosos de América Latina. Está dotado con 150 mil dólares y se da en reconocimiento al conjunto de la obra de creación en cualquier género literario.
Entre quienes lo han recibido desde 1991, año en que fue instituido, están: Nicanor Parra (Chile, 1991), Eliseo Diego (Cuba, 1993), Julio Ramón Ribeyro (Perú, 1994) Sergio Pitol (México, 1999), Rubem Fonseca (Brasil, 2003), Juan Goytisolo (España, 2004), Carlos Monsiváis (México, 2006), António Lobo Antunes (Portugal, 2008), Margo Glantz (México, 2010) y el año pasado el galardonado fue Fernando Vallejo (Colombia).
Nombrar este año a Alfredo Bryce Echenique es un verdadero acierto. Un reconocimiento a las letras que han permanecido vigentes en nuestras mentes porque, aunque queramos negarla, son las que mejor cuentan esa realidad bipolar que brota en Latinoamérica.