Tengo años de conocer a Carlos y todo apunta a que su vida no ha ido viento en popa, aunque tampoco, digámoslo, ha naufragado. Ha recibido bendiciones mínimas del cielo: alto, ojos claros, tez blanca, delgado y medianamente inteligente. Menos brillante de lo que cree y más sagaz de lo que sospecha. Ese es mi amigo que se mira abollado por el tiempo.
Y no es que esté mal (ya lo dije), pero su apariencia ha mermado con los días, está calvo, arrugado y con un historial de derrotas sentimentales que es un milagro que aún camine erguido. Por menos otros ya se habrían ahorcado. Sus fracasos en el amor han sido proverbiales, la primera lo dejó por razones económicas (estuvo desempleado por más de un año), la segunda, “por incompatibilidad de carácter” y la última por ser, así lo dijo en los círculos íntimos, demasiado tacaño y poco generoso.
Ahora lo veo seguido porque participamos en un grupo de fanfarrones en el que fingimos leer mucho y ser brillantes. Me ha dicho que está bien: “trabajo para el Estado, soy consultor de ONG’s y he recibido en herencia una casa en Antigua”. Además, dice que se ha casado y tiene tres hijos, con una mujer que “aunque no es princesa ni modelo de televisión, parece amarme de la manera que a mí me gusta”.
Pero no lo veo bien. Le he dicho que se mira estresado y más viejo que los 39 años que acaba de cumplir. Le baila un ojo, las canas le salen por las cejas, está jorobado, se come las uñas y todo el tiempo mueve la pierna derecha. A no ser porque Carlos es soñador y es el hombre de los proyectos diría que la Parca ya hubiera hecho lo suyo. Es un entusiasta de lecturas pedagógicas y ensayos filosóficos. Escribe relativamente bien y sueña con obtener nuevos títulos en la academia. Todo parece apuntar que la muerte lo sorprenderá con un libro en las manos.
Pero dejemos a Carlos. Mi amigo me ha hecho pensar en lo estresado que vivimos y lo rápido que envejecemos por nuestro desencanto. Trabajamos sin parar y nos comemos los días infructuosamente: angustiados por el dinero, los hijos y la mala actitud vital. Nada nos llena, siempre estamos insatisfechos, todo nos sale mal y personificamos la crítica y la protesta en estado puro.
En lugar de disfrutar los días, con frecuencia sólo vemos el lado oscuro. La comida está salada, al refresco le falta azúcar y “es una lata no ganar mejor”. Ignoramos y despreciamos nuestras conquistas, las minimizamos. “Si hubiéramos nacido en otro país, si nos hubieran tocado otros padres, si no tuviera esta esposa”. La vida se nos va, nos crece la barriga y esperamos desconcertados la muerte. Siempre preocupados por el día y la hora.
Carlos lo reconoce. “Al menos sirvo para lección de otros”, me dice. Eso sí, continúa, también tendrían que valorar que no me he dado por vencido y espero en la literatura mi salvación: “Yo confío en que los libros me den una muerte dulce. Es esta mi esperanza última”.