Si la novela de Marisol Ceh Moo reseñada en el artículo anterior, X-Teya, u puksi’ik’al ko’olel, tiene en apariencia un protagonista masculino, la de Carrillo Can, U yóok´otilo´ob áak´ab/Danzas de la noche, tiene uno femenino.
Flor es una chica pre-adolescente viviendo en un pequeño cantón rural de Yucatán, mantenida a distancia por sus padres adoptivos y buscando compañía simbólica en Noche, un espíritu femenino dialogando con ella en sus sueños:
A la mujer con quien platicaba en el sueño, no se le podía mirar el rostro porque se cubría con un rebozo.
-¿Quién eres, mujer? -le pregunté.
-Yo soy Noche, Noche es mi nombre -respondió… (33)
Pareceríamos estar en un mundo más mágico. Pero es uno que también expresa el efecto de su inevitabilidad—señalando hasta cierto punto que no existe otra manera para que el escritor maya pudiera ofrecer un recuento de su mundo. El elemento transgresivo en el texto finge ser el de un hombre escribiendo sobre la subjetividad femenina. Esto bien podría crear el efecto de legitimar la mayanidad como representación, a la vez que también parecería deslegitimar la literatura maya como entidad oculta o bien disimulada dentro de lo que Hale ha denominado “el indio permitido”; es decir, una literatura reconstituyendo “jerarquías raciales de manera más arraigada” (16; mi traducción) al dar la impresión de jugar dentro de las reglas toleradas por el Estado mestizo. Esta frase bien podría ser una catacresis explicando mejor la construcción simbólica del presente indígena periférico como Sanjinés ya ha señalado. En la lógica de Hale, la novela aparentemente menos “maya,” la de Ceh Moo, respondería más a la posición indígena decolonial mientras que la supuestamente más “maya,” la de Carrillo Can, sería una respuesta a lo articulado como ocupando el espacio que, por falta de rebeldía, cedería al “proyecto neoliberal regresivo servido por el indio permitido” (21; mi traducción). En otras palabras, uno refiriéndose a las maneras en las cuales las instituciones gubernamentales e internacionales emplean los derechos culturales para dividir y domesticar los movimientos indígenas. Esto bien podría ser cierto de políticas editoriales desarrolladas por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA) como mecanismo para mantener a la población indígena bajo control, como Natalio Hernández ha argumentado:
Tanto la antropología comprometida como la emergencia del movimiento Indígena contribuyeron para que el Estado mexicano reorientara el indigenismo oficial, a fines de la década de los setenta, hacia un indigenismo de participación… Cambió el discurso, es cierto, sin embargo, nada cambió… el INI burocratizó todavía más su quehacer indigenista… Quedó entonces al descubierto que el indigenismo mexicano en sus 50 años de práctica institucional, poco había contribuido a la reivindicación de los derechos de los pueblos indígenas… (23-24)
Hernández concluye que no fue sino hasta la emergencia de los Zapatistas en 1994 que las poblaciones indígenas mexicanas pudieron articular sus reivindicaciones, transformándolos de indios permitidos a sujetos con nuevas políticas culturales intentando decolonizar sus perspectivas. En esta lógica, ¿es la de Carrillo Can la novela de un “indio permitido” o no? Examinemos el texto y veamos lo que tiene qué decir.
En el segundo capítulo, “El principio de la travesía”, la voz narrativa del texto sale del interior de los sueños de Flor, concluyendo así el diálogo dándole un aire fantástico al texto hasta este punto. Flor escucha por casualidad a sus padres adoptivos hablando de algo tan mundano como ir de compras al pueblo. Está excitada de poder acompañar a su madre. Pero mientras su “madre” toma un baño antes de salir, y Flor está con su abuela entregándole un mensaje, la hamaca in la cual su hermanito dormía se rompe y éste cae al suelo. Cuando Flor vuelve, en vez de dirigirse al pueblo con alegría, encuentra una escena de desolación. Su hermanito se está muriendo y su padrastro injustamente la culpabiliza. Dos veces la llama “fuereña,” dándole una golpiza y diciéndole que si su hermanito se muere, la matará (45). Más tarde esa noche escucha la conversación entre sus padrastros, en la cual la madre adoptiva reprende al marido por pegarle, agregando: “No porque no sea nuestra hija la vamos a tratar mal” (47). Flor entiende de inmediato por qué la llaman Fuereña, y también algo que ignorábamos como lectores: cómo su padre la miraba mientras se bañaba, codificando un patrón patriarcal heterosexista tradicional por abominable que sea, incrustado en el comportamiento de su padrastro en la lógica narrativa, independientemente de tratarse de un hombre indígena pobre. El día siguiente sus padrastros llevan al niño herido al doctor. Flor va a visitar a doña Makin, la comadrona del cantón y la mujer más vieja del mismo, y ésta última enuncia una discursividad que marca la división cultural en el seno de la comunidad:
—En la mañana vinieron tus papás, me trajeron al niño… para que lo tallara, pero les dije la verdad… el niño se lastimó muy fuerte, no va a sobrevivir… Además, anoche escuché al tecolote cantar la última canción para el niño, pero ellos no me creyeron y fueron a tirar el dinero con un doctor, todo por no creer en las palabras que les dije (51).
La narrativa extrae la tensión de las diferencias epistemológicas entre las dos perspectivas sobre el mundo confrontándose en el seno de las poblaciones indígenas, una de las cuales representó en México tanto una cooptación como la postergación de las aspiraciones indígenas al tomar lugar la construcción del Estado moderno. Los padrastros de Flor, como “nuestros” padrastros españoles, le dan mayor credibilidad a la medicina occidental por encima de la propia. Se han rendido ante la nación eurocéntrica pretendiendo representar la modernidad.
Flor, sintiéndose amenazada por su padrastro, se escapa. Pero antes de hacerlo, doña Makin la llama de vuelta, la abraza para tranquilizarla y le cuenta la historia de cómo su verdadera madre llegó al cantón y dio a luz a Flor. Al hacerlo entramos al interior de un espacio tradicional robusto y poderoso donde la narratividad se transforma en evaluación positiva de la cultura maya, articulando una memoria de su continuidad. Es una conversación relajada pero cargada de machismo. Descubrimos que una foránea encinta llegó buscando a doña Makin. “Me dijo la pobre que sus padres la habían comprometido a casarse con un señor que la había pedido para hacerla suya” (55).
Doña Makin le explica a Flor cómo en el pasado las mujeres no tenían agenciamiento o gestión de poder para escoger parejas, el “pasado” en este contexto siendo tan solo 13 años atrás, la edad de Flor, ya que fue lo sucedido a su madre. Ignoró los deseos de sus padres, se enamoró y se acostó con el principal de los danzantes del pueblo: “El problema fue que los padres insistían en casarla porque ya habían recibido la dote y, además, ya se la habían gastado” (57). La madre de Flor, llamada Flor del Cielo Chablé, dio a luz y enseguida murió. Al mismo tiempo su madrastra tuvo un bebé muerto. El padrastro de Flor le ayudó a doña Makin a enterrar al bebé muerto y a la madre de Flor. Luego le entregó a la propia Flor para remplazar al bebé perdido. Doña Makin también insinúa que el espíritu que visita a Flor es el de su madre.
La irrupción súbita de una historia personal combinada con los sueños de Flor con Noche, la historia de sus padres y la fuga lejos del cantón como resultado de la sabiduría adquirida, señalan la artificialidad del tiempo histórico occidental en contraste con la memoria transtemporal indígena. Tenemos también en la narratividad una exaltación sublime de la figura femenina narrada en una voz cuasi-ritualista creando en un principio la impresión de pertenecer a un orden indígena eterno, atemporal. Sin embargo también es uno anclado en el presente histórico. Ya para el fin del primer capítulo hemos sido expuestos a estructuras existentes de poder y desigualdades sociales dentro de la sociedad maya. Si bien la fabulación tradicional de ensueño ha servido de manera general para ocultar las relaciones de poder existentes al interior de las comunidades indígenas, especialmente las de género, ofreciendo justificaciones míticas para su mantenimiento y para la continua opresión de sus mujeres, aquí tenemos lo opuesto. El texto articula un desplazamiento generado no por la modernidad sino por la tradición misma. El subsecuente viaje de Flor del cantón al pueblo en búsqueda de su padre verdadero será también el viaje desde una tradición opresiva semioccidental mestificada hacia una “responsable” valorización decolonial de la comunidad.
Ahora comprenderemos que Noche, el espíritu de la madre de Flor, es también un agente atemporal interruptivo asociado con la niñez. Noche acompañará a Flor hasta el pueblo recordándole conocer a su padre (69). Luego de partir invoca a Ek Chuaj, la deidad maya protectora de los viajantes, reafirmando así su enraizamiento en la tradición (71).
El viaje de Flor alternará la tradición y la modernidad como conceptos en tensión dinámica. Es un rito de pasaje en el cual Flor dejará de necesitar a Noche y ganará su propio empoderamiento. Pero el tercer capítulo, “Cantos de la noche,” será un proceso de aprendizaje. Mientras Flor viaja ya no puede distinguir entre la realidad y el sueño. Noche de nuevo le pregunta su edad y Flor reitera tener trece años, Noche le dice que le enseñará “nueve cosas” (75). Entramos así a la cosmología maya de los trece niveles del Caan o cielo y nueve niveles del inframundo. En otras palabras, dentro de una discursividad cosmogónica del palimpsesto mito-genésico del lugar de los mayas en el universo. Leemos a Noche también como la luna y la entendemos como X Chel, la diosa del tejido y de la fertilidad. Como lectores aprendemos que los padrastros de Flor en el cantón pretendieron estar enraizados en la tradición pero en realidad eran ignorantes de la misma. Flor la conocerá por medio de los sueños. Aprende su cosmovisión, una en la cual los humanos y la naturaleza están plenamente integrados en el conocimiento fenomenológico describiendo los ritmos de las energías creativas adquiridos por ella, en una sola noche de soñar. Flor dejará de ver su realidad como una de eventos aleatorios. Entenderá el microcosmos dentro del macrocosmos y su existencia se convertirá en menos fragmentada y confusa. Este capítulo es un proceso de aprendizaje shamánico, un rito de renovación e iniciación, una retórica de interpretación conectando a las mujeres al pasado cosmogónico para tener un mejor futuro en el presente moderno. Es un momento de transgresión textual reconceptualizando la colectividad femenina, desestabilizando una oposición más binaria entre la tradición (el cantón) y la modernidad (el Estado mexicano).
Solo entonces puede Flor remerger a la luz y entrar de manera responsable al pueblo de su padre. El texto es articulado como rearreglo genérico respondiéndole a la heteronormatividad patriarcal. Parece escenificar el momento en el cual los mayas “perdieron” contacto con su cosmogonía y confundieron la realidad eurocéntrica con la tradición. Sin embargo la supuesta retórica mágica envolviendo la relación entre Flor y Noche, en vez de ser una fantasía de muchacha adolescente (escrita por un hombre) en una atmósfera de ensueño, resulta ser en realidad una sutil transgresión del orden eurocéntrico. Es un cuestionamiento del patriarcado cuando ya ha sido consolidado en el mito como parte de la “tradición.”