Voluntarios para morir


Postura. El presidente de Estados Unidos, George W. Bush, ha apoyado la implementación de la pena de muerte.

Dos ejecuciones están programadas esta semana en Estados Unidos. Son dos estados diferentes, dos historias diferentes, pero con un punto en común: como sucede con más de un condenado de cada nueve en este paí­s, los dos hombres renunciaron a apelar y exigen morir.


Robert Comer, de 55 años, mató a un campista en Arizona (suroeste) en 1987. Condenado a muerte, comenzó una larga serie de apelaciones antes de arrojar la toalla en 1998. Los tribunales demoraron años en declarar que su estado de salud mental le permití­a tomar tal decisión y, a menos de un informe de último minuto, deberí­a morir este martes en la madrugada.

Delincuente reincidente en Ohio (norte), Christopher Newton, de 37 años, un dí­a se convenció de que no saldrí­a jamás de la prisión. Frente a esta perspectiva, prefirió en noviembre de 2001 matar a su compañero de celda para ser condenado a muerte. Debe recibir una inyección letal este jueves en la madrugada.

Para los crí­ticos de la pena capital, estas ejecuciones «voluntarias» no son más que suicidios asistidos por el estado y su constante proporción ilustra ante todo la fragilidad mental de los condenados y la inhumanidad de las condiciones de vida en los corredores de la muerte.

Desde el restablecimiento de la pena de muerte en 1976 en Estados Unidos, 124 condenados ejecutados habí­an renunciado a sus apelaciones, más de uno de cada nueve. Ciertos estados, principalmente en el noreste, sólo ejecutan «voluntarios».

Según un informe de Amnistí­a Internacional, la casi totalidad de estos «voluntarios» son hombres blancos, mientras que la mitad de los más de 3.300 condenados a muerte estadounidenses pertenecen a una minorí­a étnica, y la mayorí­a de ellos sufre graves problemas mentales.

Más allá de las cuestiones de salud mental, Amnistí­a destaca las numerosas razones que pueden inducir a un condenado a exigir morir: enfermedad, remordimiento, fanfarronerí­a, creencia religiosa, búsqueda de notoriedad o simplemente la necesidad de hacer uso de lo que parece ser un último acto de control sobre su vida.

Sobre todo, son las condiciones de detención, en aislamiento absoluto durante años, enfrentado a la infernal alternancia de la esperanza y el abatimiento, las que hacen perder la cabeza a algunos y el gusto de vivir a muchos, asegura Amnistí­a.

¿Renunciar? «Muchos hablan y algunos llegan hasta escribir a los jueces, aunque llegamos a menudo a hacerlos cambiar de opinión», dice John Blume, abogado y profesor de derecho que ha defendido a medio centenar de condenados a muerte, entre ellos a un ejecutado que luego renunció a apelar.

«Es muy desalentador verlos abandonar toda esperanza (…). Es comprensible, considerando las condiciones en que viven, pero eso equivale a mirar a alguien suicidarse», agrega.

Para Richard Dieter, presidente del Centro de Información sobre la Pena de Muerte, los corredores de la muerte no se hicieron para que hombres y mujeres vivan allí­ 10, 15 ó 30 años.

Aislados 22 horas por dí­a, sin actividad, los condenados sufren «una pena adicional», denuncia Dieter, quien destaca que los presos no son los únicos responsables si los procesos se eternizan: en California (oeste), un recluso que apela debe esperar primero cuatro años para ver que le asignen un nuevo abogado.

En 2005, la religiosa católica Eileen Reilly acompañó a Michael Ross, un asesino en serie de Connecticut (noreste), quien exigió ser ejecutado luego de 20 años de apelaciones.

«Me dejó venir a condición de no hablar de su decisión, pero en realidad sólo habló de eso. El querí­a que yo la aprobara. Pero yo no podí­a, eso me habrí­a convertido en cómplice de lo que estaba haciendo el estado», dijo.