Mediodía del sábado en la Roosevelt


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El sol quema, el vidrio del carro y mi piel son como el juego tonto de la lupa y la hormiga bajo los rayos ardientes. La aguja del medidor de temperatura sube, se eleva a medida que el motor del carro hierve, avanzo unos centímetros que bien podría medirlos con una regla escolar, el ruido de los motores, las bocinas y las voces de los vendedores se mezclan y casi se pierden con el bom bom de las bocinas gigantes de La Curacao que son su música estridente, de “moda” hacen que mi cabeza lata mucho más fuerte que lo que ha podido hacerlo mi corazón.

Claudia Navas Dangel
cnavasdangel@yahoo.es


Hoy hay doble saldo, y me da lo mismo, estoy encadenada a un contrato absorbente que hace que mi cuenta bancaria se minimice cada mes, siempre es más alta la cuota y peor el servicio.

Las flores que venden a Q10 la docena exudan el añil del tinte, los barquillos se ven crocantes, vendrían bien con un poco de helado de limón, no, no es antojo, ni siquiera me gustan los helados, es sólo ansiedad, simple ansiedad, no más bien compleja, porque los carros no avanzan, porque los policías no hacen sonar el silbato, porque la gente se cruza de forma violenta las calles como si los carros pudieran envestirlos estando detenidos, porque no quiero volantes. Tengo lleno mi carro de volantes, de anuncios de lotificaciones, condominios y cursos de inglés que no puedo pagar, que no me interesan.

Los minutos pasan, el calor aumenta, la sed, la desesperación… Ya nadie bocina, nadie reniega, miro a todos lados y el conformismo de sus rostros es el mismo que observo cuando en el noticiero de la noche hablan de la violencia o del costo de la vida ¡Ni modo!, expresión chapina que nos hace seguir igual, mirar igual, pensar igual, acostarnos igual y despertarnos sin ilusión alguna.

Los niños disfrazados de payasos siguen haciendo piruetas y extendiendo las manos por los mismos carros que ya no los observan.

Miro el periódico que me acompaña en el asiento de al lado y es tan desconsolador leerlo como ver hacia al frente y contemplar esa larga cola de carros. Me siento como en la historia de Cortázar, La autopista del sur, atrapada, perdida, confusa, deprimida, todo puede pasar en el mundo en este instante, los ataques en Siria cobran más víctimas, Twitter falla de nuevo, la ex de Tom Cruise se convierte al catolicismo y la cola permanece sin moverse, sin alterarse.

No aguanto más, tengo ganas de gritar, pero no puedo, el señor que conduce el carro de al lado se escarba la nariz, los albañiles que trabajan en el paso a desnivel salen caminando, ellos avanzan, yo no.

El ayudante del bus extraurbano que se dirige a La Mesilla no está tan mal, se nota que subir y bajar canastos del bus no ha sido en balde para los músculos de su cuerpo, y no sé, quizá vestido de otra forma… pero, ¿qué me pasa?, la desesperación es enorme.

Bocino, odio hacerlo, pero necesito desahogarme, al fin, la mano del policía se mueve y avanzo, si avanzo otros centímetros que bien pudiera medir con una regla escolar…