Leyenda de un amor III


Lloviznaba y era de noche cuando a casa llegué,
con rítmica cadencia los portones abrí de par en par.
Una sombra cadenciosa me esperaba,
y en la pared a gran escala sus movimientos se dibujaban,

Roberto A. Villeda Recinos


parecía que llevaba sobre sí
un secreto, ¿una pena? Le vi y me acerqué,
era un amigo que en un rincón de la sala me esperaba
y al hablarme me hizo una cruel confesión,
¡que tú amada mía habías muerto!
¡En un desesperado grito de dolor interior
sentí morir y que el alma de mi cuerpo
en convulsiones se escapaba!
¡Salí a las calles como un loco y en las brumas de la noche azul
mi alma en ellas se perdió! Pasado el tiempo a la realidad volví
y sin querer imaginé que del fondo de las aguas
al cabo de las horas te habrían sacado ya inerte.
La tarde había muerto y el agua temblorosa
como gárrulas lágrimas tu cuerpo cubrían
semejando un manto de perlas y como dormida te imaginaba.
En medio del silencio de blanco su madre la vistió
y cerró sus ojos…,
aquellas ardientes pupilas que cómo me miraban
jamás la luz del día volverán a ver.
Desde hoy, no será la belleza de natura quien en ellas vuelva a reflejar los matices de mil estrellas.
La inquieta vida a solas cada día se apagará,
el recuerdo las entrañas me devorará
y nuestros adioses el viento se los llevará.
Tu pobre y adolorida madre, de hinojos,
implora a Dios por tu perdón, mientras las herrumbradas campanas comienzan a doblar por tí en la inmensidad nocturnal.
El viento sus graves tañidos se llevaba
y la oración que a Dios elevaban no volvía,
de balde es esperar, yo sé que no volverá.
Con lento y marcado paso por las avenidas el cortejo marchaba,
la catedral a lúgubre duelo sus campanas tañía,
entre sombras las nubladas pupilas
veían a las enlutadas agujas del reloj  marcar las negras horas del día.
Sabía muy bien lo que pasaba era la misa que se oficiaba
por el descanso eterno de mi amada.
Continuará…