Cuando en el mundo se habla de la desaparición de los libros de papel, en la Ciudad de México cinco bibliotecas personales desafían la era digital y pretenden ser el puente entre los libros convencionales y las nubes virtuales.
En el centro de la Ciudad de México La Ciudadela, un majestuoso edificio colonial construido originalmente para ser fábrica de tabaco, recibe 216.000 ejemplares de cinco coleccionistas y conocidos hombres de letras y se vuelve la nube a la que se podrán conectar miles de bibliotecas de todo el país.
Las bibliotecas personales del escritor Carlos Monsiváis, los poetas Alí Chumacero y Jaime García Terrés, el ensayista y crítico literario José Luis Martínez, y el académico y erudito Antonio Castro Leal, tendrán cada una un espacio diseñado para la consulta de sus colecciones.
El conglomerado conocido como La Ciudad de los Libros, que además de bibliotecas personales alojará una para invidentes y otra para niños a la que se agrega la ya existente Biblioteca México Vasconcelos, es uno de los proyectos que pretende convertir a México en la «Plataforma Intelectual del Español».
«Somos el país con el mayor número de hispanoparlantes, que tiene como vecino al país número dos con hablantes en español. La intención es tomar la responsabilidad de ser el país con el mayor número de hispanohablantes», dice Consuelo Sáizar, presidenta del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Conaculta, una especie de ministerio de la cultura.
Parte de esa responsabilidad consiste en estudiar el idioma, enseñarlo al mundo, certificar su enseñanza y promover a los creadores de habla hispana, explica Sáizar.
Recientemente se anunció el Premio Carlos Fuentes a obra literaria en español, que pretende conseguir el prestigio del Premio Cervantes de España, el más importante de habla hispana, y por primera vez este año se otorgará el Reconocimiento Rosario Castellanos.
Las colecciones de libros más importantes del México del siglo XIX salieron del país y se encuentran en Austin, Texas. La Ciudad de los Libros es una forma de conservar estas colecciones personales de hombres del siglo XX en México, pero al mismo tiempo compartirlas con el mundo.
«Estamos muy conscientes de que este es el momento del tránsito entre lo análogo y lo digital, entre el papel y la nube. Desde el principio nos dimos cuenta que el propósito debía ser no sólo resguardar (cada biblioteca) para preservarla sino digitalizarla para difundirla», dice Sáizar.
En 2009 Conaculta compró la colección de 73.000 volúmenes del bibliómano y bibliófilo José Luis Martínez, un crítico, ensayista y erudito que dirigió la editorial del estado Fondo de Cultura Económica y que había fallecido dos años antes. Los libros raros y antiguos eran uno de los valores de la biblioteca, pero Sáizar explica que el conjunto de libros tiene un valor como colección.
«Hay un supravalor que es la curaduría de don José Luis. Qué leyó este hombre para convertirse en uno de los grandes hombres de letras, para lograr ese idioma», dice Sáizar.
Miguel Ricardo García, subdirector de bibliotecas de Conaculta, llegó a la que había sido la casa del crítico y ensayista, a desmontar la biblioteca, 30 toneladas de libros alojados por toda la residencia.
«Fue un privilegio, pero fue como quitarle la piel a la casa», dice.
Con esa colección, Conaculta decidió empezar La Ciudad de los Libros y alojarla en La Ciudadela.
En ese gran edificio con cuatro patios de principios del siglo XIX, el arquitecto Alejandro Sánchez diseñó un espacio lleno de luz con libreros en madera clara y una distribución que trató de respetar la que la colección tenía en la residencia original.
La artista Betsabeé Romero hizo una pieza de pequeños aviones que cargan libros, en honor al espíritu viajero del coleccionista.
La biblioteca José Luis Martínez abrió al público para su consulta, al tiempo que se empezaba la digitalización del acervo y un comité asesor analizaba propuestas para las bibliotecas que llenarían el nuevo complejo.
«Al principio, como uno conoce las buenas bibliotecas, proponíamos (bibliotecas para adquirir), se discutía, pero las últimas dos sesiones ya había 10 o 12 bibliotecas, llegaron muchas propuestas», cuenta Sáizar.
Llegaron después las bibliotecas personales de García Terrés y Castro Leal.
La primera, una biblioteca más pequeña porque el autor solo ingresó lo que consideraba significativo para sus intereses.
«Es una biblioteca muy escogida, muy selecta. Hay literatura mexicana, español, poética, psicoanálisis, esoterismo», explica García.
A la de Castro Leal, de 50.000 volúmenes, Conaculta logró llegar a tiempo antes de que el acervo, que tenía 30 años en venta, se perdiera.
«Estaba en una casa en Coyoacán, una recámara había perdido el techo, en otra hubo un incendio porque una de sus hijas se quedó dormida fumando y los libros se ahumaron. Era la sección de Francia. Castro leal dormía entre libros franceses», dice García.
Los ejemplares dañados alcanzaron a ser rescatados y empastados. Hay ejemplares preciosos por viejos y raros como un pequeño librito de 1644 titulado «Chocolata India», sobre las propiedades medicinales del chocolate; libros con dedicatorias como un «Confabulario» con un manuscrito que dice: «A Don Antonio Castro Leal, un lector que ambiciono. Juan José Arreola. Noviembre 14 de 1952»; libros grandes y diminutos, con pastas de piel o cartón; con anotaciones del lector; libros repetidos una, dos, tres veces que algo querrán decir de los gustos del coleccionista. Y libros que aparecen en las cinco colecciones.
En el 2010, durante el proceso de adquisición de bibliotecas, fallecieron dos grandes escritores mexicanos: Alí Chumacero y Carlos Monsiváis, ambos coleccionistas y bibliómanos.
«Con Alí Chumacero ya lo había empezado a platicar, con Carlos (Monsiváis) había platicado el proyecto, pero no que su biblioteca estuviera ahí», dice Saízar.
Cuando García y el equipo de expertos llegaron a la que había sido la casa de Monsiváis, encontraron lo que esperaban: una enorme colección de libros que servían de hogar a decenas de gatos, donde el olor a animales superaba el olor a papel.
«Elena Poniatowska le decía que cómo podía trabajar entre gatos y libros», dice García.
Sáizar cuenta que el desorden y la abundancia eran tales que Monsiváis prefería llamarla para pedirle un libro que buscarlo en sus libreros.
A diferencia de la colección Castro Leal que tiene una oferta literaria de principios del siglo XX y de los de los contemporáneos Martínez, donde hay muchos libros de historia, García Terrés, con poesía, y Chumacero, literatura, la biblioteca de Monsiváis es la de un hombre de finales del siglo XX.
«Alguien dijo que era el primer norteamericano nacido en México», bromea Sáizar sobre el lector bilingüe Monsiváis. «Fue un extraordinario lector de poesía, voraz conocedor de cine, tenía un gran gusto por la fotografía, tiene una colección importante de libros de arte, una hemeroteca muy respetable».
Cada biblioteca fue diseñada por un arquitecto y cada una alberga la obra que un artista creó especialmente para ese espacio. La esperada biblioteca de Monsiváis, que representará un poco del laberinto que formaban los libros en la casa del escritor, tendrá en su interior un tapete con un diseño de gatos, obra del artista Francisco Toledo.
La Ciudad de los Libros pretende llegar a todas las ciudades donde existen bibliotecas públicas de Conaculta, una red de 7.500 bibliotecas, para lo que se están digitalizando todos los libros de los acervos que ya no están sujetos a derechos de autor.
«Se está digitalizando en tres niveles, el texto, las dedicatorias y las anotaciones al margen, y los libros a los que remiten», explica Sáizar.
Hasta ahora el proceso de digitalización va por 60%. Cuando un lector llega a la biblioteca José Luis Martínez, lo primero que le ofrecen es un iPad. Es parte del doble formato de la biblioteca: el catálogo se consulta en línea y los libros se pueden tomar del librero, olerlos y leerlos en papel, o, si está disponible en formato digital, leerlo con los beneficios que proporciona el dispositivo de Apple.
Es parte del cerebro de la palabra, un proyecto de digitalización de libros de bibliotecas públicas que comprende también aplicaciones (apps) sobre obras como «Muerte sin fin» de José Gorostiza o «Blanco», de Octavio Paz.
«Es la democratización de la investigación y el conocimiento», expresa Sáizar. «La biblioteca no se queda solo en el papel, empieza a adquirir otra dimensión. Creo que lo mejor está por venir, cuando los estudiosos empiecen a relacionar qué libro no tiene uno, o qué tienen en común unos y otros».