Musa y creadora: rescatando a Lidia Barahona


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Lidia Barahona (Guatemala, 1945-1987) recorrió los años 70 y 80 con desesperación. Por esos días era la compañera de Alejandro Urrutia, a quien conoció en su época de bailarín del Ballet Guatemala y a quien, como pintor, inspiró gran parte de su obra, incluso más allá de su dolorosa muerte bajo un autobús del servicio urbano en la 13 calle de la zona 1.

Por Juan B. Juárez

Borrosa en mi mente, la imagen, o mejor dicho las imágenes que conservo de ella provienen más de los retratos que le hizo Alejandro, en los que aparece digna y espigada, densa y transparente, hermosa y lejana, transfigurada por el prisma emotivo del amor intenso tras el cual la vio siempre ese artista bohemio, romántico y genial.

Lidia y Alejandro, Alejandro y Lidia encarnaban, en efecto, la versión más extrema del amor romántico y de la vida bohemia, mezcla inestable de sensibilidad poética, caudalosa vida interior, sentimiento trágico, filosofía, pasión y creatividad, que unida al alcohol, como en este caso, transforma la llama de la vida en un incendio incontenible y autodestructivo.  De Alejandro Urrutia, que le sobrevivió 23 años, queda una enorme cantidad de dibujos y pinturas; de Lidia, los retratos que le hizo Alejandro y, sobre todo, algunos bordados raros y hermosos que, en su momento, la ayudaron a paliar la desesperación.

De tales bordados no se puede decir que fueran copias de cuadros de Van Gogh, Gauguin, Degas, de algún otro impresionista francés o de su amigo Zipacná de León.  Eran más bien interpretaciones —traducciones— realizadas con hilos y lustrinas por alguien con mucha conciencia de su personalidad artística, sensible y competente en su oficio, que no podía evitar dejar su impronta en todo lo que sus manos tocaban, pues su “estilo” no estaba en los temas sino en las puntadas-trazos y en aquel sentimiento trágico que la incendiaba.  La gente se los compraba, primero porque eran raros y hermosos y, luego, por solidaridad, para ayudar a aquella mujer que amaba al artista.  Quizás adivinaban —pues no había en la tradición ningún antecedente para este género de expresión— que detrás de esos bordados luminosos que les ofrecía con insistencia aquella mujer desesperada había algo artístico, en cuyas puntadas percibían un feeling o un pathos que podía ir de lo delicado a lo estridente, según el momento anímico en el que habían sido creados.

Rescatar la obra y la personalidad de Lidia Barahona y restituirla al relato de la vida artística de los años 70 y 80 es algo más que una obligación histórica: un acto de justicia poética en el mejor sentido de la expresión.