Reformas amelcochadas


Eduardo_Villatoro

Lo que contaré es tan solemne como colchón asoleado. Hace una docena de años, más o menos, con un grupo de amigos agobiados de la rutina cotidiana decidimos integrar un pequeño grupo al que pomposa y anodinamente bautizamos sin dilaciones con el nombre de “El Club de Toby”, partiendo del principio que como la mayoría éramos casados, y siguiendo el ejemplo de los amiguitos de la Pequeña Lulú –una historieta que sólo mis contemporáneos recordarán–, no permitíamos el ingreso de mujeres, pero no por excluyente actitud misógina, sino para evitar eventuales infidelidades cometidas al amparo de nuestra pequeña comunidad masculina.

Eduardo Villatoro


El flamante club era una especie de sociedad cerrada que no aceptaba invitados, y, entre otros, estaba conformado por un panificador, un médico, un carpintero, un abogado, un empresario oftalmólogo, un eterno estudiante de Derecho, un jubilado (que sigue ocioso, pero ahora mejor en su tumba, por cierto), el editor de una revista, un empleado de cierto establecimiento, el propietario de una agencia de viajes y  este inseguro servidor.
 
Con el fin de imprimirle algún aire de seriedad al grupo, sobre todo para responder a las sonrisas escépticas de nuestros parientes, especialmente  cónyuges e hijos, y risas chabacanas de detractores ocasionales, dispusimos formalizar la convivencia de ese heterogéneo clan, acordándose vagamente que se eligiera la directiva que toda asociación que se respete debe contar.
  
Por más esfuerzos que algunos intentaron realizar para que todos participaran en la elaboración de las reglas del juego, no era posible llegar a acuerdos porque siempre que se pretendía formalizar la idea, privaban los preparativos de la próxima excursión, ya sea a una playa o una montaña, siempre y cuando el sitio donde pernoctáramos contara con mínimas comodidades para dormir, el aseo personal, utensilios de cocina y cosas por el estilo y que nos abasteciéramos de abundosos, muchos, bastantes  víveres.
  
Ante semejante displicencia de mis flojos asociados, me arrogué la tarea de redactar las normas para elegir a la minúscula junta directiva, comenzando (y hasta allí llegaron mis sacrificados esfuerzos) con establecer los requisitos para optar a la presidencia del club, tales como ser mayor de 50 años de edad, ser padre de seis hijos, abuelo de ocho nietos, originario de un departamento del occidente del país y vecino del municipio de Mixco.
   Cuando finalmente, en medio de los múltiples y postreros ajetreos de un viaje a orillas del lago de Atitlán, planteé a la asamblea los requisitos que debía reunir cualquiera que ansiara optar a ser presidente del club, el voto fue unánime al elegirme democráticamente porque era el único que reunía las calidades exigidas. Conviene señalar que mi investidura no disfrutó de ningún privilegio ni autoridad, porque todos siguieron haciendo lo que les daba la regalada gana, aunque en el marco del respeto mutuo y la ayuda recíproca propia de un grupo tan anárquico pero hermosamente solidario.
  
Les he quitado su tiempo con estas banalidades, estimados/as lectores, a propósito de la multiplicidad de iniciativas formuladas en torno a una eventual reforma constitucional, porque me he dado cuenta que nuestro maltrecho Club de Toby puede convertirse en uno de esos grupos de la sociedad civil que, insignificantes en número y abundantes en melcochas, pueda ser tomado en serio por el Presidente de la República y asesores, para que nos conviden a participar en la socialización de las ideas del gobernante. Quien quita nuestra experiencia en la improvisación, la trivialidad de los razonamientos y el vivo relajo entre irreverentes camaradas, guitarras destempladas y voces desafinadas, pueda ser útil para aportar inéditas propuestas.
  
(El poeta Romualdo Tishudo escribe a su novia: -En la mañana no desayuno porque pienso en vos; al mediodía no almuerzo porque estoy pensando en vos; al caer la tarde no ceno porque sigo pensando en vos, y en la noche no duermo porque tengo hambre).