Desde hace varios miles de años cuando el hombre pasó de ser nómada a sedentario, la división de labores y especialidades comenzó a definirse. Tan pronto las sociedades se establecían usualmente a la orilla de cuerpos de agua, la lógica dictaba que lo mejor para el bien común era que ciertos individuos se enfocaran en actividades particulares como la cacería, pesca, agricultura, construcción de refugios, producción de ropa y abrigo, etcétera; un incipiente evento que originó lo que hoy llamamos profesiones.
Jorge Rojas A-l 758764
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Varias profesiones se disputan el puesto de ser la más antigua. No tengo duda que la especialidad médica está entre las primeras ya que las dolencias, accidentes y enfermedades han acompañado al hombre desde sus inicios y, por tanto, la consecuente necesidad de cuidar y curar a los convalecientes.
En el presente, constantemente nos topamos con «profesionales» de todo tipo. Desde apáticos, incompetentes e inescrupulosos hasta destacados, extraordinarios y, porque no decirlo, ángeles en la tierra. La profesión médica en particular, tiene la característica que las personas piensan que por estar en un consultorio frente a un doctor con bata blanca y estetoscopio al cuello, respaldado por su título en la pared, es un buen doctor y profesional competente. Nada más alejado de la realidad; como en toda profesión, hay doctores ineptos, buenos y extraordinarios.
Y entre la élite de los extraordinarios, se encuentra el Doctor Carlos Pérez Avendaño, ahora jubilado y a quien la palabra doctor le queda impotente e injustamente corta. El Doctor Pérez es un bienhechor que aún después de jubilado sigue dejando indelebles huellas de caridad, calidad humana, moralejas y lecciones, y un ejercicio profesional cuyo legado hay que ponerlo en una vitrina junto a las obras de arte más valiosas para ser apreciado por muchas generaciones venideras. La vieja escuela, como se suele decir, en su máxima expresión; el Doctor Pérez hacía de cada consulta una invaluable introspección y análisis profesional que curaba males que otros doctores ni remotamente habían podido identificar. Toda receta formal iba sazonada de consejos como «no regañen a sus hijos, déjenlos ser niños», o a veces hasta sutilmente acompañada por una muestra médica de Viagra que nada tenía que ver con el mal consultado.
En su consultorio esperaban codo a codo desde el más humilde campesino a la señora de más alcurnia, y sabiamente decía: «prefiero perder un cliente por un atraso en la sala de espera, que perder un paciente por atenderlo mal y rápido dentro del consultorio». Y efectivamente, cada consulta era como entrar a la casa del abuelo donde reinaba la paz, la tranquilidad y la confianza de estar en un lugar seguro; como llegar a casa.
Toparse al Doctor Pérez en una reunión social es además toda una prueba de supervivencia. Su agudeza, su picardía y su inagotable sentido del humor ponen a prueba hasta al más experimentado socializador. Por todo esto Doctor, Aída y yo, (sin duda de que miles de personas se unirían a este mensaje) le damos hoy las gracias por todo su legado y su inagotable bondad y cariño.
Su consultorio lucía una foto estrechando sus manos con Su Santidad Juan Pablo II y yo siempre tuve la curiosidad por saber qué palabras le dirigió el Papa al Doctor y ahora entiendo que le dijo: «Gracias por cuidar de mis hijos, eres uno de mis Ángeles en la Tierra»
«… en vida hermano en vida. Nunca visites panteones, ni llenes tumbas de flores, llena de amor corazones. En vida hermano, en vida». (Ana María Rabatté)