Quienes manejan los hilos del poder han diseñado, históricamente, sistemas políticos a su medida. Caracterizados por reglas del juego que se aplican arbitrariamente, normas discriminatorias, sesgos de género y etnia, e incluso por prácticas abiertas de exclusión que limitan, de hecho, la participación de diversos grupos sociales, y particularmente de las mujeres.
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Las raíces de esta situación son múltiples, pero todas vinculadas con una historia de conservadurismo, de concentración del poder y de negación de las condiciones mínimas para el ejercicio de los derechos ciudadanos.
A esto se suma la percepción generalizada de que la política no es un lugar para las mujeres, desde una postura paternalista se plantea que es un espacio de intrigas, de negociaciones y prácticas que pueden contaminarlas, o se dice simplemente que su espacio sigue siendo la casa y, tal vez, el trabajo remunerado, ya que las mujeres no tienen el carácter para bregar en las aguas turbulentas de la cuestión política.
Para las mujeres, tener acceso a los procesos de participación política es sólo el primero de los escollos a superar, en ese camino deben enfrentar la escasez de recursos económicos, de capital político, la descalificación, el tratamiento desigual, discriminatorio y a veces abusivo. Asimismo, la escasa presencia de pares con quienes identificarse y construir pactos para impulsar agendas a favor de las mujeres que trasciendan los intereses partidarios. La participación política se convierte en una carrera en solitario, son pocas las mujeres políticas que logran sostenerse en ese ámbito a lo largo del tiempo.
Basta con revisar, con lentes de género y etnia, las cifras de participación política en los cinco lustros que nos separan del último régimen militar, para comprobar que las mujeres -sobre todo indígenas- han avanzado muy poco en el acceso a puestos de decisión, tanto en el ámbito local como nacional. El porcentaje de diputadas, de funcionarias al más alto nivel, de magistradas o de alcaldesas no ha registrado un aumento significativo, incluso ha retrocedido, de manera que la pregunta ¿Dónde están las mujeres? sigue sin respuesta.
Esta escasa presencia de las mujeres en el manejo de la cosa pública impide que la agenda legislativa, política, social y cultural que muchas vienen construyendo desde organizaciones, asociaciones y movimientos de distinto signo, sea incluida en las leyes, en políticas públicas y programas que contribuirían a cerrar las brechas que aún mantienen a las mujeres en Guatemala, en una clara desventaja con relación a los hombres.
Un dato revelador es que en el presupuesto nacional 2011 apenas se destinó un 0.04% a las instituciones y programas que promueven acciones dirigidas a la salud reproductiva, la atención a víctimas de violencia y la promoción de los derechos de las mujeres. Y este año la proyección es desalentadora porque no hubo cambios en la estructura presupuestaria.
La ecuación de la inequidad de género y etnia que implica menos mujeres e indígenas en la política, no suma a los esfuerzos para construir una mejor sociedad. Debemos multiplicar las acciones para que cuadren los números de la democracia.