Maldito


Eduardo-Blandon-Nueva

Hoy amanecí con ganas de maldecir cuando el servicio de Internet en mi casa estaba a paso de tortuga y pienso en las veces que quiero decir “maldito”.  No es que sea mi estilo, de hecho no lo digo, pero con frecuencia está en mi disco duro aunque nunca use la palabreja en cuestión.

Eduardo Blandón


Maldecir es un término cuasi religioso. No sólo porque en la Biblia aparece con frecuencia, sino porque en la cotidianidad de la vida religiosa brota como fuente de manantial. Cuántas veces le oí a mis hermanos de monasterio la palabra travestida de italiano: maledetto. Era habitual, un hermano que molestaba era un maldito. Hasta llegué apreciarla como una expresión cariñosa: maldito, tengo tiempo de no verte.
 
            Pero supongo que la palabra no es motivo de orgullo, ni vocablo que deba ser usado en nuestro “sermo nobilis”. La palabra “maldito”, ya lo dije, es moneda corriente en las Sagradas Escrituras, al punto que me pregunto si el hagiógrafo no será un (maldito) vulgar, un sujeto del bajo mundo, usado como instrumento de Dios para revelar su santa voluntad y enseñar a los hombres –y mujeres– el camino del bien.  Puede ser, ¿por qué no?
 
            El primer maldito que aparece en la Biblia parece ser el del Génesis, capítulo 4, versículo 11: “En adelante serás maldito, y vivirás lejos de este suelo fértil que se ha abierto para recibir la sangre de tu hermano, que tu mano ha derramado”.  Maldito es Caín que mata a su hermano y se hace el tonto frente a su culpa. Dios lo maldice o sea, se descompone, y profiere palabras horripilantes.
 
            Eso es “maldecir”: decir mal.  Y si “decir mal” es horroroso entre los hombres, imagínese cuando Dios habla en jerigonza su lengua divina… es el acabose.  Por eso, nada más triste cuando el Creador maldice y expulsa de sí.  “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles” (Mateo 25, 41).  Esa maldición sí que es apocalíptica.
 
            Otra de las maldiciones de antología es aquella de Jeremías (17,5): “Maldito el hombre que confía en el hombre”.  Es una de mis frases favoritas cuando alguien me pide fe y confianza, le digo que por formación, convicción y deformación no creo en nadie y le recuerdo la frase del profeta (ellos no se equivocan, les juro): No hay que confiar en nadie porque si no se es un triste “maldito”.  Y además un idiota.
 
            Por último, en la Biblia a veces son las mujeres las que invitan a maldecir. Está el caso de Job cuya esposa le dice “¿Aún retienes tu integridad?  Maldice a Dios, y muérete” (Job 2,9).  La mujer de Job no era mala, pero estaba desesperada, como yo por la mañana, e invita al marido a lo más fácil: maldecir.  Por supuesto, Job era sensato y le respondió con comprensión: “Como suele hablar cualquiera de las mujeres fatuas, has hablado.  ¿Qué? ¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos? En todo esto no pecó Job con sus labios.
 
            Así, pues, la enseñanza parece ser no ser “fatuo”, sino sereno y confiado porque estamos en buenas manos. Pero para llegar a esa actitud vital se requiere una santa paciencia: la de Job, por ejemplo.