90 Primaveras


Con la venia de los editores y la comprensión de los lectores habré de compartir, en esta ocasión, un artí­culo de contenido personal.

Luis Fernández Molina

Es que mi señor padre cumple, este 8 de junio, 90 años de vida o sea 90 veces de dar la vuelta al sol en este esférico vehí­culo espacial. Una etapa difí­cil desde el punto de vista fí­sico -achaques y facultades que se van adelantando hacia otros destinos- pero un momento precioso desde el punto de vista de la experiencia humana. Y es que llegar a esa edad después de una vivencia positiva es como detenerse, casi exhausto, en la cima de una gran montaña y contemplar satisfecho tres horizontes. El primero se distingue a las espaldas, se voltea la mirada para revivir todos los pasajes conocidos desde que la memoria empezó a hacer sus primeros registros. No habrá de recordar los dí­as de su nacimiento, ese crucial año 1918 en que terminó la Gran Guerra, en que los bolcheviques anticiparon la revolución mundial y en que, en Guatemala se sufrí­an los últimos meses de la dictadura de Estrada Cabrera. Pero sí­ guardará una remembranza de los besos de la madre, las caricias del padre, los juegos y chanzas con los hermanos. Aquellos dí­as en la primaria donde Tonito, así­ le llamaban, se distinguí­a por ser muy buen estudiante (algo que no heredamos). Y en ese recorrido habrá de refrescar algunos momentos representativos de los diferentes capí­tulos que componen su historia. El aire tibio de la finca de Escuintla en donde su padre era administrador, las zambullidas en el rí­o, el movimiento de los peces, el movimiento de las lagartijas e iguanas, el olor de los ingenios de azúcar. Luego asoma su horrible rostro la tragedia: jugando con sus hermanos Luis Enrique trata de alcanzar una pistola, ésta cae y truena con un disparo que atravesó el pecho del niño de 13 años. Los demás hermanos se paralizan, sólo Tonito acierta salir a la calle por auxilio y casualmente pasaba el padre que le brinda los auxilios póstumos. Tonito, a sus 8 años echa a correr nuevamente a la farmacia que el papá tení­a -en sociedad-, para darle aviso. ¿Aviso de qué? Que Luis Enrique estaba sangrando de la boca y del pecho. Tremendo encargo para un niño de apenas 8 años. La partida tan anticipada y sensible de Luis Enrique fue uno de aquellos recordatorios que da la vida de que la muerte habrá de ser una fiel compañera. Luis Enrique estuvo siempre en su memoria y con el nombre de Luis bautizó a uno de sus hijos. Luego aparecen en la visión las aulas de bachillerato, siempre el abanderado de La Preparatoria, pero en el 4º curso por una injusticia no le dieron el primer lugar que mucho merecí­a; en respuesta se retiró de ese centro de estudios y se recibió en el Instituto Central. Luego vino la Universidad. Nunca tuvo duda alguna respecto de que iba a estudiar Medicina. Su papá le recordaba que desde muy tierno siempre se llamaba a sí­ mismo «el doctorshito». Acaso también lo motivó la imagen de su querido hermano manando sangre del pecho y de la boca, y la impotencia de no poder hacer nada. También entendí­a que venimos al mundo a servir y qué mejor servicio que curar y qué mejor atención que el corazón. Al graduarse optó por especializarse en cardiologí­a y como en Guatemala era una rama muy incipiente él optó por una beca a México (donde estudió con el maestro Ignacio Chávez y Arturo Rosenblueth) y luego a Harvard (donde a su vez estudió con el doctor Paul White). Regresó con conocimientos de vanguardia y promovió la creación de la cátedra de cardiologí­a misma que ganó por oposición y sostuvo por muchos lustros. Luego vinieron los años de consolidar su clí­nica y de impartir la docencia universitaria. Fue una de sus alumnas la que habrí­a de escoger como compañera de vida. Una destacada estudiante que vení­a de Nicaragua cuando en toda Centroamérica deslumbraba como faro la Facultad de Medicina de la Carolingia. La boda fue en 1950 y esa década fue la de los hijos, cinco en total. Los años 60 marcaron la educación de los retoños y el crecimiento profesional constituyéndose como uno de los mejores cardiólogos de Guatemala. Mantuvo un agitado ritmo de trabajo pero más adelante, con los años su actividad fue reduciéndose pero no dejó la clí­nica hasta pasados los 80 años y el mismo impulso diario de ocupar la mente en el quehacer de ese dí­a lo mantuvo muy activo. El terremoto del 76 dañó el edificio donde estaba la clí­nica y la trasladó a su casa particular. Los hijos se empezaron a casar en 1980 y la década de los 80 es la de los nietos. En 1998 otra vez se asoma la tragedia, Ignacio, el tercero de los hijos muere en Nicaragua. El cambio de siglo lo encontró muy bien de salud y de ánimo y descansando cada vez más en la casa. Y así­ está al dí­a de hoy. La segunda visión desde la cima es hacia un panorama que se presenta adelante, desde esa privilegiada posición, el paisaje se distingue claro y marca la ruta del que sabe bien hacia donde se dirige. Una visión serena y confiada en que se anticipan esos años de reposo que tiene por delante, el parloteo de los nietos y el advenimiento de los bisnietos. Cuando las luces van enmudeciendo en el valle de la vida, alumbra por el poniente un lucero que guí­a por los nuevos senderos y a cada paso que lento encamina a ese resplandor se proyecta por la espalda una sombra que se va estirando hasta desaparecer en el infinito. Se lleva en las alforjas solamente el recuerdo de su paso y el bien que haya sembrado por todos los caminos, y ese bien que se convierte en bonos de amor es el único equipaje para el próximo camino. Todo lo demás es vanidad que se evapora. Y la tercera y última mirada es hacia arriba, hacia El Eterno a Quien le habrá de agradecer el don de la vida, la oportunidad de haber podido escoger una vivencia conforme a sus normas, acompasada a sus designios. Sólo que en esta última escena otros también lo acompañarán mirando al cielo, doña Fanny, sus 5 hijos (aunque Ignacio ya está arriba) y sus nietos quienes también en esa silente oración agradecen a Dios el que nos lo haya dado como esposo, como padre, como abuelo y a los demás como amigo, porque los que hemos tenido la suerte de convivir con Jorge Antonio Fernández Mendí­a hemos tenido, literalmente, la suerte inmejorable de convivir con él. Feliz cumpleaños Papá.